En un alarde de sincronización retórica digna de los más finos equilibrismos políticos, la Máxima Mandataria ha hecho un descubrimiento que dejará boquiabiertos a los ciudadanos de a pie: asistir al espectáculo global del balompié cuesta, oh sorpresa, una pequeña fortuna. “Los boletos son bastante caros”, confesó con la perplejidad de quien acaba de encontrar agua mojada, durante su habitual liturgia matutina en el Palacio Nacional.
Frente al altar de los micrófonos, la Presidenta desgranó su visión quimérica para el legado del certamen: una arcadia futbolera donde los torneos de barrio florecerán como margaritas y miles de canchas renacerán de su polvorienta postración. El plan maestro, un dechado de ingeniería social, consiste en crear “semilleros” de jóvenes talentos que, a través de la benévola mano de la Conade, quizás, en un futuro lejano e incierto, logren rozar con la punta de los dedos la élite del fútbol profesional. Una lotería deportiva con boletos gratuitos, para compensar los otros, los que nadie puede pagar.
He aquí la sublime contradicción de nuestra era: se promete un fútbol social, vibrante y comunitario, mientras el acceso al evento fundacional de esa pasión se cotiza en la bolsa de lo exclusivo. Se invita al pueblo a vivir el deporte rey en las plazas públicas, congregados ante pantallas gigantes como siameses modernos de su propia ilusión, mientras los templos del fútbol —los estadios— se convierten en santuarios accesibles solo mediante la ofrenda de un salario mensual. Es la nueva parábola: a los plebeyos, el fervor gratuito en la calle; a los oligarcas, el espectáculo en vivo y en directo.
Así, con la solemnidad de quien decreta una verdad revelada, el discurso oficial pinta un futuro donde el legado no será de infraestructura duradera ni de acceso democrático al deporte, sino de una metáfora perfecta: millones mirando desde lejos cómo otros pocos juegan, y soñando, gracias a un “semillero” burocrático, con que sus nietos tal vez puedan tocar el césped que hoy es un bien de lujo. Una lección magistral de cómo empaquetar la resignación como esperanza y llamar “política social” a la administración de los sueños diferidos.
















