En un alarde de precisión matemática que haría palidecer a los más finos relojeros suizos, el Gobierno de la Cuarta Transformación ha declarado una victoria resonante en su épica batalla contra las sustancias ilícitas. La máxima mandataria, con la solemnidad de quien anuncia el descubrimiento de la penicilina, reveló que el consumo no médico de fentanilo —ese opioide tan de moda en los círculos de la autodestrucción— ha experimentado una caída estrepitosa: del 0.2% al 0.1%. ¡Una reducción del cincuenta por ciento! Cifras que, sin duda, serán talladas en mármol y estudiadas por las generaciones futuras como el momento en que la humanidad doblegó a la química.
La estrategia, una obra maestra de la pedagogía moderna, consistió en inundar el paisaje urbano con espectaculares aterradores y saturar las ondas hertzianas con mensajes apocalípticos. “El fentanilo te mata”, coreaban unánimes las voces del Estado benefactor desde cada grieta del éter, mientras en las escuelas, niños y niñas intercambiaban sus cromos por lecciones sobre los peligros de la heroína sintética. Un éxito tan rotundo que, eufóricos por el triunfo, los estrategas del bienestar ya planean su próxima cruzada: declararle la guerra a las metanfetaminas, cuyo consumo, en un acto de insubordinación estadística, ha tenido la desfachatez de aumentar.
Mientras los titulares celebran la derrota del fentanilo (0.1% es, después de todo, casi la perfección), otras cifras merodean por el informe como fantasmas incómodos. El consumo experimental de drogas ilegales entre la población adulta, lejos de retroceder, ha dado un salto audaz del 10.6% al 14.6%. El cannabis, ese viejo rebelde, sigue siendo el favorito nacional. Los opioides, ahora disfrazados de inocente tramadol, muestran un crecimiento de cuarenta dígitos. Y los alucinógenos, en un guiño a la contracultura, también repuntan levemente. Pero estos son meros detalles, ruido de fondo en la sinfonía del progreso.
El secretario de Salud, custodio de estos sagrados números, presentó con orgullo una muestra de 19,200 almas, un microcosmos perfecto de la nación. Entre los hallazgos secundarios de este censo de los vicios, se descubrió que las mujeres se han incorporado con entusiasmo al consumo de alcohol, cerrando brechas de género con determinación envidiable. Los adolescentes, aunque beben menos, exhiben niveles alarmantes de malestar psicológico y comportamientos suicidas, una frivolidad juvenil que sin duda será corregida con una nueva tanda de spots radiales y carteles en las aulas.
Así, entre porcentajes que suben y bajan como la marea, se construye la narrativa del éxito. La batalla se gana anuncio por anuncio, punto porcentual por punto porcentual. El complejo entramado de desesperación social, salud mental devastada y economías informales que alimentan el consumo se reduce a una campaña publicitaria anual, cuyo objetivo rotará el próximo año, como las colecciones de una marca de moda. El resto —esa incómoda realidad que no cabe en un espectacular— queda disponible para su análisis académico en el portal del Instituto, donde los números, desprovistos de su maquillaje triunfal, esperarán a que alguien los lea entre líneas.










