Nacional
El satírico ocaso de un paladín en la farsa judicial mexicana
El defensor de lo indefendible en el México contemporáneo toma una decisión que deja perplejo al establishment.
En el gran teatro de lo absurdo que es la justicia mexicana, un actor principal anuncia su retirada. Vidulfo Rosales, ese Quijote moderno que durante once largos años ha tildeado contra los molinos de viento del poder, ha depuesto finalmente su espada de cartón. ¿Cansancio? ¿Desilusión? ¡Qué va! Rumores bien alimentados susurran sobre una “invitación al aire” para unirse al circo de Hugo Aguilar, el próximo director de la función en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. ¡Qué oportuno ascenso desde defensor de los despojados a colaborador de los que reparten despojos!
Nacido en la olvidada Tlacoapa, Guerrero –esa región donde el Estado sólo aparece para cobrar impuestos o reprimir–, Rosales aprendió desde niño que la ley era un arma esgrimida por los caciques contra su propia familia. Así que, con lógica impecable, decidió estudiar Derecho para empuñar ese mismo arma… pero del lado de los indios piojosos. ¡Qué extravagante idea!
Su curriculum es un catálogo de causas perdidas: defendió a mujeres esterilizadas a la fuerza por el benévolo sistema de salud, representó a indígenas violadas por los valientes miembros del Ejército, y por supuesto, se embarcó en la épica quimera de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Tanta obstinación le granjeó el cariñoso detalle de amenazas de muerte que le obligaron a hacer turismo forzoso fuera del país. Nada une más a la patria que tener que abandonarla para seguir amándola.
Y luego está ese audio… ese misterioso fonograma donde una voz que no era la suya –pero que curiosamente se le parecía– soltaba perlas como “indios piojosos”. ¡Claramente una operación de inteligencia de alto nivel orquestada por el gobierno! Porque, como todo el mundo sabe, los poderosos dedican sus recursos a difamar anónimamente a abogados de derechos humanos en lugar de, digamos, resolver crímenes de lesa humanidad.
Entre medias, recibió premios de organizaciones internacionales –esas entidades extranjeras que tanto molestan al nacionalismo mexicano cuando critican, pero que se exhiben con orgullo cuando dan condecoraciones–. Y una grave intervención digestiva que requirió una campaña de crowdfunding. Porque en este país de contrastes, los paladines de la justicia deben financiar su propia supervivencia mediante donativos, mientras los verdugos disfrutan de jugosos presupuestos públicos.
Ahora, tras décadas sembrando maíz y justicia –ambos igual de escasos en la montaña de Guerrero–, Rosales abandona la trinchera. ¿Se unirá al bando contrario? ¿O simplemente ha comprendido que en esta farsa tragicómica llamada México, luchar por la justicia es como intentar vaciar el océano con un dedal? Su carta de agradecimiento finaliza con “la lucha sigue”. Quizás la lucha siga, pero los luchadores, al parecer, tienen fecha de caducidad. O quizás simplemente descubrió que contra el monstruo de mil cabezas del poder, no basta con ser un buen hombre con un título de abogado. Se necesitaría, como mínimo, un ejército de Vidulfos. Y de esos, como bien dice la nota, existen pocos corazones.

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