El Senado decreta la abolición de los viajes pagados con fondos públicos

En un acto de contrición sin precedentes que ha conmocionado a la clase política, la bancada mayoritaria del Senado de la República ha anunciado, con la solemnidad de quien descubre el fuego, un plan de austeridad revolucionario. La pieza central de este monumento a la abnegación es la abolición definitiva del turismo parlamentario, una práctica ancestral tan arraigada como la siesta y tan sagrada como la impunidad.

El sumo pontífice de la Jucopo, Adán Augusto López, proclamó el edicto desde su púlpito, declarando extinta la edad de oro de los viajes allende los mares con cargo al contribuyente. “Se acabó la fiesta”, vino a decir, en lo que muchos analistas interpretan como el mayor ejercicio de autocrítica desde que un zorro propuso custodiar el gallinero.

La medida, que incluye además el congelamiento de dietas y la anulación de contratos fantasma, ha sumido a la Cámara alta en un luto discreto. Fuentes no oficiales hablan de un pánico silencioso, de pasillos desolados donde antes se escuchaba el rumor de las maletas rodantes y el crujir de los pasaportes. Se especula, incluso, que algún senador, desorientado por la novedad, ha intentado pagar un café con su propio dinero, provocando el desconcierto general.

Este giro copernicano hacia la ejemplaridad, este ayuno voluntario en el banquete del poder, plantea una incógnita metafísica de proporciones épicas: si un legislador viaja a un paraíso fiscal y no hay un fotoperiodista para documentarlo, ¿realmente sucede? La historia, sin duda, lo juzgará.

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