El sublime arte de celebrar el año nuevo con mutilaciones programadas

Un Decálogo para la Autodestrucción Festiva

Con la solemnidad propia de un oráculo anunciando una plaga bíblica, el augusto Secretariado Técnico del Consejo Nacional para la Prevención de Accidentes ha desvelado, una vez más, el sublime ritual con el que el ciudadano común celebra el paso del tiempo: la autoinmolación pirotécnica controlada. No contentos con brindar con espumante, la plebe insiste en adornar la noche con el estruendo de petardos y el espectáculo dantesco de dedos volando por los aires como confeti orgánico.

Las cifras, esa fría y despiadada enemiga de la tradición, revelan que un 73% de las quemaduras invernales son un tributo voluntario a la pirotecnia. Principalmente, las ofrendas son realizadas por los más jóvenes de la tribu, quienes, en un acto de precoz madurez cívica, deciden donar sus extremidades a los dioses del estruendo. La encargada del culto, una tal Estrella Albarrán Suárez, advierte con morbo estadístico que el 82% de estas ofrendas se realizan con las manos, como si se tratara de un sacrificio simbólico para no trabajar el año entrante.

El Fuego Doméstico: Una Tradición en Segundo Lugar

Para los tradicionalistas más puristas que desprecian la pirotecnia manufacturada, la segunda opción en este catálogo de estupidezas invernales es el fuego directo. Fogatas en salones, anafres como centro de mesa y velas junto a cortinas de gasa constituyen el plan B perfecto para quien anhela una quemadura de mayor superficie y un drama familiar más prolongado. Es la opción artesanal, la que evoca a nuestros ancestros cavernícolas, pero con muebles de Ikea.

Y para el ciudadano moderno, amante de la tecnología, el sistema ofrece las quemaduras eléctricas. Basta con sobrecargar una extensión decrépita con luces decorativas compradas al precio del hurto, para que la corriente, ese espíritu invisible de la era moderna, decida hacer un tour por el sistema nervioso. Una lesión de alto voltaje y sofisticación, perfecta para quien considera la pirotecnia demasiado plebeya.

La Sabiduría Oficial frente al Instinto Tribal

Frente a este panorama de júbilo mutilante, la burocracia sanitaria, ese gigante de pies de barro, eleva su voz para recomendar la aburridísima prevención. Sugieren vigilar a los vástagos, esos pequeños pirómanos en potencia, y evitar los remedios caseros —aceite, pasta dental, shampoo— que convierten una simple quemadura de segundo grado en una infección digna de la Edad Media. Su propuesta es regresar al agua, ese elemento tan poco festivo, y a las gasas, tan carentes de glamour.

El oráculo final lo pronuncia un sacerdote de la medicina de urgencias, el doctor Luis Alfredo Reynoso Valverde, quien desde su templo, el Hospital General de México, confirma que hasta el 85% de su clientela festiva llega con la piel carbonizada. Es el precio de entrada, parece, a un nuevo ciclo. La Secretaría de Salud, en un último alarde de esperanza, exhorta a los adultos a ejercer la supervisión, como si ellos no fueran, a menudo, los principales suministradores del material explosivo y los instigadores del ritual.

Así, año tras año, la nación se debate entre el impulso atávico de jugar con fuego y la fría razón que pide no hacerlo. Y, como en toda gran tragedia griega, el público, conocedor del desenlace, aplaude igualmente mientras el héroe avanza, cerilla en mano, hacia su destino absurdo.

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