En un espectáculo de contrición administrativa que habría hecho llorar de emoción a un manual de recursos humanos, el antiguo zar de la migración, Francisco Garduño, ofreció su mea culpa regulamentario ante los familiares de las cuarenta almas que se convirtieron en humo por la eficiencia del Estado.
La escena, digna de un drama griego dirigido por un burócrata, presentó al excomisionado en una postura de humildad corporativa, el torso inclinado en un ángulo previamente aprobado por el departamento legal, los ojos clavados en el suelo como si buscara las monedas de su decencia perdida. Un silencio elocuente, tan hueco como las promesas de siempre, fue su único discurso.
Doña Claudia Varela, portavoz involuntaria de un dolor que trasciende fronteras, desenmascaró la farsa con la contundencia de quien ha visto arder las esperanzas. “No podemos aceptar esta absolución notariada“, declaró, mientras el eco en el Museo de la Ciudad convertía sus palabras en un juicio histórico. “Exigimos cabezas concretas para esta corona de espinas, no un perdón genérico con sello institucional”.
En un giro que confundiría hasta al más cínico de los politólogos, el sobreviviente venezolano Estefan Arango proclamó su perdón, demostrando que la capacidad de clemencia humana es infinitamente superior a la misericordia de los escritorios. Su mensaje, un llamado a la lucha que resuena como un himno en las ruinas de la justicia, fue el único acto genuino en un teatro de la absurdidad donde la disculpa forzosa es el último eslabón de una cadena de impunidad brillantemente engrasada.