El sublime arte de sobrevivir entre promesas y lodo

El sublime arte de sobrevivir entre promesas y lodo

Ciudadanos perfeccionan el ancestral ritual de transferencia de lodo de interiores a exteriores. (FOTO: El Universal)

En el majestuoso territorio de Álamo Temapache, donde el progreso avanza a ritmo de pala y cubeta, la población se ha entregado con devoción casi religiosa a la nueva economía del lodo. Una semana después del diluvio, los alamenses han descubierto que el agua puede retirarse, pero la burocracia es eterna.

El profesor Armando Cruz, erudito en catástrofes hidrológicas, contempla la venta de su vivienda no por miedo al clima, sino al cálculo probabilístico: la tercera inundación podría coincidir con la primera visita de funcionarios estatales, un evento aún más catastrófico.

En las 48 colonias oficialmente designadas como “siniestradas” -término técnico que significa “visible desde un helicóptero”- la ciudadanía desarrolla una paciencia budista mientras extrae toneladas de fango bajo la atenta mirada de las instituciones castrenses, quienes parecen estudiar la fenomenología del lodo para futuros manuales tácticos.

“Estamos cansados de estar jalando tanto lodo”, confiesa Dania Mitzel Sánchez, pionera en la teoría del desespero circular, “ahora imagínense los que tienen agua todavía en su casa”. Una observación profundamente filosófica sobre la relatividad de las desgracias.

La sabiduría popular ha catalogado nuevas especies en el ecosistema post-inundación: animales en estado de decomposición avanzada, mosquitos mutantes y la rara basura acumulada, que florece en las calles con más vigor que los programas de auxilio.

La coreografía del desastre

En la colonia Francisco I. Madero, el profesor Cruz y su esposa ejecutan la danza ritual de la limpieza, moviendo muebles en un ballet tragicómico donde los electrodomésticos juegan el rol de víctimas propiciatorias. Su avance del 60% después de siete días sugiere que para Navidad podrían volver a usar los baños.

“Es la segunda catástrofe de este tipo que vivo”, reflexiona el docente, estableciendo un récord personal en resiliencia ciudadana. “La primera fue en 1999 cuando el agua solo nos saludó desde la puerta”.

La señora Alicia de la Cruz Hernández, antropóloga accidental de las catástrofes, ha desarrollado una teología del desastre donde Dios envía “bellos torbellinos” para luego recompensar con mole. Su teoría: la generosidad divina se mide en platos de pollo compartidos.

“Ahí tengo tres gallinas y un gallo bien bueno”, proclama la nueva teóloga de la gastronomía calamitosa, “y le digo a los vecinos vamos a matar pollos y a comer en nombre de Dios”.

La geografía del olvido

Mientras en la cabecera municipal se practica la extracción ritual de lodo, en las comunidades incomunicadas como Tecomajapa se perfecciona el arte de la invisibilidad burocrática. Rey Trinidad Baltazar López describe el experimento social en curso: ¿cuánto tiempo puede una comunidad sobrevivir solo con esperanza?

“Necesitamos que nos apoyen”, suplica desde el limbo administrativo, “nuestras familias ya no tienen alimentación para nuestros niños”. Una observación trivial frente al monumental problema de cómo clasificar su solicitud en el sistema estatal.

El pueblo de Tecomajapa, según los mapas oficiales, existe en ese territorio nebuloso donde la pobreza extrema se encuentra con la indiferencia crónica. Sus habitantes, expertos en aislamiento, añoran el día en que su desgracia sea lo suficientemente fotogénica para merecer una visita protocolaria.

Mientras tanto, en las altas esferas gubernamentales, se debate si el cambio climático es una amenaza existencial o simplemente otra metáfora para excusar la inoperancia estructural. Los alamenses, entre tanto, siguen sacando lodo, convencidos de que cuando el último cubetazo haya sido dado, las promesas oficiales seguirán flotando en el aire, livianas como el humo de un mole que nunca llegó.

Habitantes de Álamo siguen batallando para reponerse del desastre

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