La madrugada de este lunes, la comunidad de Ulapa, en el municipio de Tetepango, Hidalgo, despertó sobresaltada por un fuerte estruendo seguido de una densa columna de humo visible a kilómetros de distancia. El origen: la explosión de una camioneta que era utilizada para el hurto de hidrocarburos.
Quienes hemos trabajado en la seguridad de instalaciones energéticas sabemos que estas explosiones no son simples accidentes. Son la consecuencia inevitable y dramática de un delito que debilita la infraestructura nacional. He visto demasiadas veces cómo una soldadura mal hecha en una toma clandestina o una chispa fortuita en un ambiente saturado de vapores, convierten un vehículo en un polvorín. La población tiene razón en alarmarse; el riesgo es real e inminente.
Al lugar acudieron, como es protocolo, elementos de Protección Civil, Seguridad Pública y personal especializado de Petróleos Mexicanos (Pemex). Encontraron la unidad completamente consumida por las llamas. La experiencia nos dicta que el primer paso es acordonar el área para proteger a los ciudadanos, pero el trabajo crucial, y a menudo menos visible, lo realiza el personal de Pemex al inhabilitar la toma ilegal y asegurar el ducto para evitar una tragedia de mayores proporciones.
Tras estos sucesos, siempre se abre una carpeta de investigación. Sin embargo, en mi trayectoria, he aprendido que la verdadera disuasión no está solo en la reacción, sino en la inteligencia y la vigilancia continua. La ausencia de detenidos en este caso inicial, desgraciadamente común, refleja la complejidad de desarticular estas redes delictivas que operan con impunidad. Este incidente en Hidalgo es un recordatorio más de que el huachicoleo no es un delito sin víctimas; pone en jaque la seguridad de comunidades enteras.