En mis años cubriendo la seguridad nacional, he aprendido que cuando las muertes en las fuerzas armadas se suceden en extrañas circunstancias, rara vez son coincidencia. La trágica y sorpresiva partida del Capitán de Navío Adrián Omar del Ángel Zúñiga durante un ejercicio en Puerto Peñasco tiene, tras décadas de observar estos patrones, el sabor amargo de un déjà vu institucional.
Recuerdo cuando este oficial estaba al frente de la Aduana de Manzanillo, un puesto de una presión y complejidad enormes, donde las líneas entre el deber y la tentación se difuminan con frecuencia. La sombra de lo ocurrido luego con el Contralmirante Fernando Rubén Guerrero Alcántar, ejecutado tras alzar la voz contra una mafia de huachicol fiscal, es alargada y reveladora. He visto cómo las denuncias de corrupción en puertos y aduanas crean enemigos poderosos, de aquellos que no perdonan.
El comunicado oficial de la Secretaría de Marina, expresando su pesar por la muerte en un “ejercicio de práctica de tiro real”, es el guion previsible. La experiencia me ha enseñado a leer entre líneas estos partes de prensa. La cadena de bajas de mandos navales en medio de investigaciones por desvío de combustibles es una señal de alarma que no puede ignorarse. La “suicidación” del Capitán Abraham Jeremías Pérez Ramírez, acusado de recibir sobornos, días antes, completa un cuadro preocupante.
Desde mi perspectiva, estos eventos no son hechos aislados, sino síntomas de una lucha interna feroz, una purga o un ajuste de cuentas dentro del aparato de seguridad marítima. La lección más dura que he aprendido es que, en estos laberintos de poder e impunidad, la verdad oficial suele ser sólo la punta de un iceberg mucho más profundo y turbulento.