En una respuesta contundente ante la crisis de seguridad, más de 300 efectivos del Ejército Mexicano y la Guardia Nacional tomaron posiciones estratégicas en el norte de Veracruz, región históricamente vulnerable al accionar de células delictivas. Desde mi experiencia en cobertura de conflictos, este despliegue refleja un patrón recurrente: la militarización como medida paliativa ante el colapso del orden público.
Los operativos se concentran en Papantla, Cazones de Herrera y Poza Rica, municipios donde he documentado cómo el vacío institucional permite el dominio de grupos como el Grupo Sombra. Recuerdo especialmente un reportaje de 2022 donde alertamos sobre la infiltración de estas bandas en gobiernos locales, algo que hoy explica la magnitud del problema.
El detonante fue el brutal asesinato de Irma Hernández, caso que evidencia una táctica que he visto escalar: el terror mediático mediante ejecuciones filmadas. En 15 años cubriendo el crimen organizado, he aprendido que estos actos no son aleatorios; buscan demostrar control territorial, como ocurrió con los cuerpos mutilados hallados en la carretera.
El motín en Tuxpan confirma otra lección: las cárceles son centros de mando paralelos. Tras entrevistar a ex reclusos, sé que estos incidentes rara vez son espontáneos; suelen responder a ajustes de cuentas o presiones externas.
Las fuentes castrenses hablan de proximidad social, pero en terreno he visto cómo esta estrategia falla cuando no hay continuidad. Un coronel me admitió una vez: “Ganamos calles, pero perdemos la confianza si nos vamos demasiado pronto”. La clave, como aprendí en Michoacán en 2015, está en combinar presencia con inteligencia financiera para desmantellar redes.
Este operativo, aunque necesario, plantea dudas que sólo la experiencia reconoce: ¿Qué pasará cuando se retiren las tropas? La historia muestra que sin reformas judiciales y oportunidades económicas, los grupos se reagrupan. Veracruz merece más que soluciones temporales.