En un acto de defensa nacional sin precedentes, la Aduana de México ha movilizado todo su arsenal burocrático para neutralizar una peligrosa invasión extranjera: cincuenta instrumentos musicales de segunda mano. La operación, bautizada como “Escudo Anti-Melodía”, busca proteger la integridad sonora de la nación frente al contrabando de flautas y violines usados, procedentes de la neutral pero sospechosa Suiza.
Los presuntos contrabandistas, autodenominados “maestros de música”, operaban bajo la fachada de un proyecto educativo para niños y niñas de Chiapas. Su modus operandi consistía en intentar introducir, sin los debidos permisos para generar alegría, artefactos capaces de producir música clásica, un género conocido por su alto potencial subversivo y su capacidad para fomentar pensamientos complejos.
“No estamos pidiendo privilegios, solo sentido común”, declaró uno de los cabecillas, visiblemente alterado porque el Estado no comparte su romántica y peligrosa noción de que un clarinete vale más que el formulario 67-B debidamente sellado en triplicado. Las autoridades, sin embargo, mantienen su postura firme: el protocolo exige que toda donación, por bienintencionada que sea, debe primero demostrar su inocuidad atravesando un laberinto de requisitos diseñado para proteger a la ciudadanía de actos impulsivos de generosidad.
El destino final de estos instrumentos donados, si no se logra su desarme pacífico mediante la presentación de papeles inexistentes, será la trituradora. Una medida ejemplar que envía un claro mensaje a otras organizaciones benéficas: la caridad no es excusa para saltarse la sacra liturgia del papeleo. Mientras, los pequeños aspirantes a músicos de Chiapas reciben una valiosa lección práctica sobre la prioridad de los procedimientos sobre los sueños, una sinfonía de absurdos compuesta por el gran director invisible: el Leviatán administrativo.