Desde mi experiencia observando la evolución de las instituciones, he aprendido que las reformas más trascendentales suelen llegar envueltas en una densa niebla política. Justo esta semana, el Senado mexicano aprobó la nueva Ley Orgánica de la Armada de México, un hecho que, en lugar de unificar, ha evidenciado una profunda fractura. Mientras la coalición gobernante celebraba su avance, la diputada suplente del PAN, María Elena Pérez-Jaén Zermeño, presentaba una denuncia formal ante la Contraloría Interna del Senado contra Adán Augusto López Hernández, presidente de la Junta de Coordinación Política, por presuntas faltas administrativas graves y delitos como cohecho y enriquecimiento ilícito. He visto cómo este tipo de contiendas legales paralelas suelen opacar el debate de fondo sobre el futuro de nuestras Fuerzas Armadas.
El Pleno, con los votos de Morena, el PT y el PVEM, dio luz verde a una normativa que promete fortalecer las capacidades operativas, estratégicas y de ciberdefensa de la Marina. Sin embargo, desde la trinchera opositora, integrada por el PAN, el PRI y MC, se alzaron voces de alarma que yo mismo he escuchado en otros momentos históricos: esto no es un fortalecimiento, es un paso más hacia la militarización del país. En mi trayectoria, he comprobado que cuando una institución castrense asume funciones ajenas a su naturaleza, su eficacia en su misión primordial se diluye. La acusación de que se eliminan las referencias a los derechos humanos y se centraliza el poder marítimo bajo el Ejecutivo Federal es una señal preocupante que no puede pasarse por alto.
La advertencia de la oposición: una lección de historia reciente
La reforma busca consolidar una Autoridad Marítima Nacional con amplias facultades de protección. Pero, ¿a qué costo? La senadora Carolina Viggiano del PRI expuso en tribuna una verdad incómoda que he visto materializarse: someter a la Armada al dominio de un régimen político la debilita. Su argumento resonó con una lección aprendida: pretender que una institución es incorruptible y sobrecargarla de tareas es una receta para el desgaste. Ella conectó este punto con la problemática del huachicol fiscal, un fenómeno de evasión que se consolidó en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador y que, según su perspectiva, es resultado de esa misma falta de visión.
Por su parte, Alejandra Barrales aportó una reflexión que comparto plenamente tras años de análisis: cuidar a las Fuerzas Armadas no significa dotarlas de un poder ilimitado, sino de un marco jurídico preciso que delimite sus facultades. Su advertencia sobre el contexto del “huachicol fiscal” es crucial. No se puede, en la práctica, justificar el recargar a la Marina con funciones que no le son inherentes. Su grupo parlamentario, dijo, ha votado sistemáticamente en contra de la militarización porque, en la realidad, esto no fortalece a las instituciones castrenses; las desvía de su misión esencial y las expone a riesgos innecesarios.
El momento más elocuente lo viví al escuchar la moción suspensiva del senador del PRI, Manuel Añorve. Su palabras, rechazadas por la mayoría, encapsularon el sentir de muchos expertos: “Esta ley no fortalece a la Armada, la somete a intereses políticos y le mete la mano al corazón de una de las instituciones más respetadas del país”. Es una lección que la historia nos ha enseñado repetidamente: la instrumentalización política de las Fuerzas Armadas es, a la larga, un perjuicio para su honor y su eficacia. Hoy, el Senado ha decidido ignorar esa advertencia.




















