En un giro de acontecimientos que nadie, absolutamente nadie, pudo prever, la colosal maquinaria económica de la nación más poderosa del globo ha comenzado a emitir un preocupante chirrido. La causa, según los augustos sabios del Instituto Internacional de Finanzas, no es otra que la escasez de un lubricante esencial que durante décadas mantuvo sus engranajes girando: la mano de obra inmigrante.
Parece ser que la cruzada épica emprendida para purgar el sagrado suelo nacional de almas foráneas tiene, oh sorpresa, unas consecuencias tangibles. Los sectores que sostienen el confort del ciudadano común –la construcción, la hostelería, los servicios– se encuentran de pronto al borde del colapso, descubriendo con estupor que los nativos no se precipitan a cubrir los puestos de trabajo que consideraban propios de una casta inferior.
El oráculo del Departamento de Trabajo ha hablado: la creación de empleo se ha desplomado a una cifra risible, una simple gota en el océano de la grandeza prometida. Mientras, la inflación, ese dragón que se pretendía domado, alza de nuevo su cabeza, alimentada por la herejía de tener que pagar salarios dignos para tareas que antes realizaban los recién llegados por unas monedas y un sueño.
La ironía suprema reside en que el mismo motor demográfico que durante años impulsó el crecimiento –el trabajador nacido allende las fronteras– es ahora sistemáticamente desmantelado en aras de un purity test nacionalista. El resultado es una ecuación tan genial como tragicómica: a menos inmigración, menos crecimiento; a menos crecimiento, menos grandeza. El círculo virtuoso se convierte, ante la mirada atónita de los ideólogos, en un bucle de absurdos autocumplidos.
Así, el sueño de la autarquía laboral se estrella contra el muro de la realidad económica, demostrando una vez más que es más fácil prometer muros que construir prosperidad sin los cimientos que, aunque invisibles para algunos, todos sostienen.