La burocracia de la justicia ante el circo del crimen
En el sublime teatro de Palacio Nacional, donde las realidades incómodas se disfrazan de protocolo, el gran mago Omar García Harfuch, sumo pontífice de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, ofreció a la plebe un espectáculo de equilibrios retóricos digno del circo romano. Con la precisión de un burócrata que clasifica papeles mientras arde Roma, el ilusionista no descartó —¡vaya audacia!— que la sacrosanta Fiscalía General de la la República pudiera, quizás, tal vez, eventualmente, dignarse a atraer el insignificante asuntillo del asesinato de un alcalde.
Ante la augusta presencia de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo, Harfuch desplegó el lenguaje orwelliano de la nueva seguridad nacional: “Si llegáramos a requerir el apoyo…” —una fórmula que evoca la posibilidad remota de que un cirujano llegue a requerir un bisturí para operar—. Y añadió, con un guiño a lo kafkiano, que el fiscal Alejandro Gertz Manero “siempre está dispuesto”, como un samurái esperando la señal para desenvainar su espada contra… la burocracia estatal.
El metafísico debate sobre la naturaleza del crimen
Cuando algún insolente periodista osó preguntar si acaso este homicidio pertenecía al fuero común, el sumo sacerdote respondió con la condescendencia de quien explica física cuántica a un niño: “No, por supuesto que no porque participó delincuencia organizada“. ¡Eureka! En el grandioso reino de la justicia mexicana, los asesinatos se clasifican no por su brutalidad, sino por el número de verdugos. Lo realmente importante, nos ilustró el oráculo, no es quién muere ni cómo, sino qué institución tendrá el honor de archivar el expediente.
El bestiario nacional y su ecología criminal
Al ser interrogado sobre los grupos involucrados, el gran conocedor de nuestra fauna criminal enumeró con la familiaridad de un zoólogo: Los Viagras, Cártel Jinisco y Blancos de Troya —una trinidad sagrada en el panteón de la violencia nacional—. Reveló, como si describiera las reglas de un té canasta, que el evento donde ejecutaron a Carlos Manzo era público y carecía de revisión, permitiendo a los perpetradores aprovechar esa molesta costumbre democrática llamada “libre tránsito”.
Mientras tanto, en el epílogo de esta tragicomedia, la presidenta Sheinbaum mencionó el protocolo de rigor: contacto con el gobernador de Michoacán y la encomienda a la secretaria de Gobernación para que “esté muy cerca” de la familia —una proximidad burocrática que, sin duda, consolará a los deudos más que la justicia efectiva—. El estado, en su infinita misericordia, había hablado con la esposa y el hermano del difunto, cumpliendo así el sagrado ritual de las condolencias institucionales mientras la maquinaria de la impunidad sigue engrasada y operativa.
En este gran teatro nacional, los actores cambian, pero el guión permanece: una farsa donde la justicia se debate en comités interinstitucionales mientras los cárteles escriben las leyes con balas.
				
															
								
															














