El Gran Teatro de la Compasión Oficial
En el vasto y surrealista reino de la Península, donde la realidad suele superar a la ficción más grotesca, dieciséis almas, en su mayoría artesanos del cemento, emprendieron su último viaje. No fue un trayecto cualquiera, sino una odisea absurda y brutal en una carretera que más parece una metáfora del abandono institucional.
La maquinaria del Estado, esa entelequia siempre presta a desfilar su compasión de cartón, se puso en marcha con la eficacia burocrática que la caracteriza. Unidades forenses y fiscales fueron “desplegadas”, un término marcial que contrasta obscenamente con la lentitud patética del reconocimiento de cuerpos carbonizados. ¡Qué sublime paradoja! Se moviliza un ejército de funcionarios para identificar lo que la negligencia vial ha convertido en irreconocible.
La máxima mandataria campechana, desde su trono digital en Facebook, anunció con la solemnidad de un parte de guerra que se habían “logrado identificar a cinco personas”. ¡Un triunfo! Cinco de dieciséis. El resto sigue siendo un enigma administrativo, un rompecabezas de carne calcinada que el sistema no es capaz de resolver con celeridad. Mientras, las familias, esos actores secundarios en esta tragicomia, esperan en un limbo de dolor y papeleo.
El gobernador yucateco, en un alarde de teatralidad populista, atendió personalmente a los deudos. ¡Qué magnanimidad! El príncipe abandona su palacio para consolar a los plebeyos, garantizándoles “todo el respaldo y facilidades necesarias”. Uno se pregunta si entre esas facilidades se incluye una máquina del tiempo para evitar que un conductor, presuntamente a exceso de velocidad, convirtiera una van en una trampa mortal.
Y, como en todo buen sainete, la investigación avanza. Se abre la sacramental carpeta de investigación. Las “primeras pesquisas” indican lo que cualquier ojo humano podría ver: exceso de velocidad. Una verdad de Perogrullo que no devuelve la vida a los albañiles que solo querían regresar a su lugar de origen. Ahora regresan, sí, en urnas, escoltados por la logística municipal que “facilita transporte”.
El proceso es lento, nos advierten, porque los cuerpos están calcinados. Una explicación técnica que es la perfecta coartada para la ineficiencia. La verdadera calcinación, sin embargo, es la de la dignidad humana frente a la maquinaria impasible del Estado, que solo se activa para el show de la solidaridad una vez que la sangre ya se ha secado sobre el asfalto.
Mientras, un lesionado sobrevive en el hospital, testimonio mudo de una tragedia que no es un “accidente”, sino el fracaso previsible de un sistema que valora más las fotos de los gobernantes con los afectados que prevenir las causas que llevan a dichas fotos.
Ya investigan los hechos. Qué consuelo más grande.