POZA RICA, México — En un espectáculo de ineficacia monumental, el catálogo de fallecidos por los diluvios bíblicos en México alcanzó este lunes la cifra de 64 ciudadanos, mientras la realidad cruda emergía entre el fango para poner en evidencia la miseria institucional que se esconde detrás de las estadísticas oficiales.
El régimen, en un alarde de precisión macabra, informó mediante su oráculo particular, la coordinadora nacional de Protección Civil Laura Velázquez, que existen al menos 65 almas extraviadas en el limbo administrativo, cifra que parece diseñada para competir en dramatismo con el número de víctimas mortales.
Como en las mejores tragicomedias del absurdo, las autoridades desplegaron un circo militar por tierra y aire para buscar a los desaparecidos, particularmente en Hidalgo, donde 43 seres humanos se convirtieron en abstracciones numéricas en el gran teatro de la incapacidad estatal.
Días después del cataclismo, cuando las precipitaciones apocalípticas convirtieron vastas regiones en acuarios de desesperación, la nación pudo contemplar la magnitud del desastre en Veracruz, Hidalgo y Puebla, donde las avenidas de agua barrieron con la ilusión de progreso como si fueran juguetes en una bañera cósmica.
La mandataria Claudia Sheinbaum, en un gesto que recuerda a los monarcas visitando a sus siervos inundados, peregrinó durante el fin de semana por los territorios anegados y prometió un inventario de damnificados para repartir migajas de auxilio, como si la burocracia pudiera contener ríos con formularios en triplicado.
La Coordinación Nacional de Protección Civil, esa agencia de contabilidad de la muerte, informó con precisión de notario que Veracruz aporta 29 cadáveres al recuento, Hidalgo 21 y Puebla 13, mientras en Querétaro un niño se convirtió en estadística póstuma bajo un alud de tierra.
Las autoridades, buscando chivos expiatorios meteorológicos, atribuyeron el desastre al paso de dos fenómenos atmosféricos convenientemente bautizados como el huracán Priscilla y la tormenta tropical Raymond, como si poner nombre a la fatalidad pudiera exculpar a quienes construyen ciudades en lechos de ríos.
En Veracruz y Puebla, cientos de efectivos montaron un carnaval de rescate con refugios provisionales donde los supervivientes podían recibir consuelo oficial junto con comida enlatada, mientras miles de ciudadanos descubrían que la civilización es tan frágil como un cable de luz mojado.
“Hay todavía varias comunidades en Veracruz que se encuentran aisladas”, declaró Sheinbaum con la obviedad ceremoniosa de quien descubre que el agua moja, “pero hoy pudimos hacer espectáculos aéreos para llevar provisiones simbólicas“. La promesa de atender a “todos” resonó con ese eco vacío que caracteriza a las declaraciones diseñadas para titulares efímeros.
Partes de Veracruz recibieron alrededor de 629 milímetros de castigo divino entre el 6 y el 9 de octubre, una cifra que parece diseñada para impresionar a hidrólogos pero que no logra conmover a los burócratas.
En Poza Rica, esa ciudad petrolera que huele a derrota y combustóleo, donde Sheinbaum caminó sobre lodo como una emperatriz visitando sus dominios anegados, algunos barrios recibieron más de cuatro metros de realidad líquida cuando el río Cazones decidió reclamar su territorio ancestral, demostrando que la naturaleza siempre tiene la última palabra en este país de promesas diluidas y soluciones temporales.