En un sublime acto de eficiencia burocrática, las autoridades federales del Aeropuerto Internacional de Mérida interceptaron un cargamento de suprema importancia para el progreso nacional: una única y solitaria cacatúa moluccensis, especie cuyo principal delito es poseer un plumaje tan rosado como la vergüenza que debería sentir nuestra civilización. El espécimen, convenientemente enlistado en esa tediosa lista de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas (CITES), viajaba en primera clase, alojado en un exclusivo embalaje de madera, un ataúd portátil para el alma silvestre.
Los sagaces elementos de la Guardia Nacional, entrenados para detectar amenazas a la seguridad, descubrieron que el ave presentaba una innovadora “modificación aerodinámica”: cortes parciales en ambas alas. Una solución ingeniosa, sin duda, para el eterno problema logístico de que un animal destinado a vivir en una jaula de dos metros cuadrados pueda pretender volar. Esta mutilación, claro está, infringe la Ley General de Vida Silvestre, ese bonito documento que habla de “trato digno y respetuoso” en medio de un mundo donde la dignidad es un concepto aplicable solo a ciertos taxones, preferentemente los humanos con recursos.
La cacatúa, ahora ciudadana involuntaria del Estado, fue trasladada con todos los honores a una Unidad de Manejo para la Conservación de Vida Silvestre, donde recibirá atención especializada. Es el feliz final para un individuo, mientras el sistema que lo mutiló sigue operando con la eficacia de una máquina bien aceitada. El presunto responsable fue, naturalmente, puesto a disposición del Ministerio Público Federal. Se investigará al eslabón más débil de la cadena, el mulo de lujo, mientras los arquitectos de este comercio probablemente revisan sus catálogos de otras rarezas.
Todo este operativo cuenta con el respaldo de un imponente aparato administrativo: la SEMARNAT, la Dirección General de Vida Silvestre, la CONABIO, la PROFEPA. Un acrónimo de instituciones que vigilan, protegen y documentan el lento declive, librando batallas heroicas contra contrabandistas mientras el hábitat original de la cacatúa se reduce a la velocidad de un talador ilegal con una motosierra nueva. El tráfico ilegal, nos recuerdan, es un delito grave en el Código Penal Federal, con penas de uno a nueve años de prisión. Una sentencia ejemplar para quien transporta un ave, un castigo risible para quienes destruyen un ecosistema entero.
He aquí, pues, la alegoría perfecta de nuestro tiempo: una criatura magnífica, mutilada para hacerla más manejable, empaquetada como un fetiche, interceptada por un sistema que la salva individualmente mientras es impotente ante la lógica que la condena. Celebramos el rescate de un ejemplar y llamamos a eso conservación, en un espectáculo donde la crueldad y el rescate son dos actos de la misma función, una función que nos permite sentir el cosquilleo de la indignación moral sin tener que cuestionar el deseo grotesco que pone precio a la vida silvestre. El verdadero vuelo que hemos impedido no es solo el de la cacatúa, sino el de nuestra propia humanidad, convenientemente recortada para caber en la jaula del consumo.












