En un acto de deslumbrante filantropía burocrática que ha dejado perplejos a economistas y ciudadanos por igual, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), bajo el luminoso liderazgo de su titular, María del Rosario Piedra, ha anunciado su más reciente y audaz estrategia de auxilio: devolver los fondos que ya poseía.
Mediante una epifanía transmitida por redes sociales, la máxima defensora de las garantías individuales reveló el gran misterio de la administración pública: el dinero, resulta, puede ser reinvertido si primero se entrega a Hacienda para que este, en un sublime acto de prestidigitación contable, lo reasigne. Los setenta millones de pesos, que yacían ociosos en las arcas de la comisión, serán así transmutados en ayuda para las familias afectadas por el diluvio universal que azota al país.
“Con nuestro trabajo diario y, lo que es más loable, con nuestros propios ahorros —un concepto tan novedoso en el sector público que bien merecería una cátedra—, la CNDH hace su parte”, proclamó Piedra con la solemnidad de quien acaba de descubrir el fuego. La líder afirmó sentirse “altamente orgullosa” de esta devolución, un gesto que redefine la noción misma de solidaridad institucional: consiste, al parecer, en no gastar lo que ya te habían dado para, en un arranque de generosidad, permitir que otro lo haga.
La comisión, tradicionalmente dedicada a la abstracta tarea de velar por los derechos humanos, ha demostrado así una versatilidad pasmosa. Frente a la catástrofe, no emitió recomendaciones, ni informes, ni pronunciamientos. Optó por la vía más revolucionaria: desprenderse de un recurso que no estaba utilizando. “Nos debemos al pueblo”, declaró, en lo que sin duda es un profundo ejercicio de accountability al revés: en lugar de rendir cuentas sobre lo gastado, se rinden cuentas sobre lo no gastado.
Este monumental acto de desinterés plantea una pregunta existencial para el resto del aparato estatal: ¿y si todas las instituciones hicieran lo mismo? ¿Si devolvieran los sobrantes de sus presupuestos en lugar de inventar nuevos e inescrutables programas? El país se sumiría en una era de prosperidad sin precedentes, financiada enteramente por el dinero que el gobierno ya tenía pero no usaba. Un verdadero milagro de los panes y los peces presupuestarios.