En un acto de contrición cívica sin precedentes, el Ayuntamiento de Hermosillo, ese gran coreógrafo del sentimiento popular, ha decretado que la única manera de honrar a las veintitrés almas volatilizadas en el sanctasanctórum de los bajos precios es aniquilando, a su vez, sesenta mil sonrisas y veinte millones de pesos en derrama económica. La solidaridad, nos explican los augures municipales, no se mide en apoyos concretos, sino en festividades sacrificadas en el altar de la sensibilidad.
El Festival del Globo, esa frivolidad aerostática que pretendía elevar espíritus en la ExpoGan, ha sido convenientemente desinflado. La lógica es impecable: para sanar el dolor de unas familias, es imperioso privar de goce a miles. Es la nueva matemática del luto: el valor de una vida se equipara al número de eventos cancelados. La economía local, siempre tan elástica para estos fines, deberá entender que su papel es el de víctima colateral en este gran drama de la empatía institucional.
“Nos unimos al sentimiento de duelo que embarga a nuestra comunidad”, proclamó el oráculo municipal, mientras sus becarios buscaban frenéticamente el “compromiso” extraviado en algún comunicado anterior. El mensaje es claro: el dolor es un asunto escénico que requiere de un escenario vacío. Las Catrinas, esas irónicas damas de la muerte, han sido exiliadas de la Plaza Zaragoza; ni la mismísima Parca tiene permiso para hacer su espectáculo cuando la tragedia real ha decidido hacer una función especial.
El Gobierno Municipal, en un alarde de coordinación burocrática, ha movilizado su arsenal terapéutico: el DIF ofrece acompañamiento, ese consuelo etéreo que se reparte como folletería en los velorios colectivos. Mientras los globos se quedan en tierra, la maquinaria del apoyo psicológico se engrasa con la grasa de la propia tragedia. Es el eterno retorno de la simetría absurda: a mayor número de fallecidos, mayor número de actividades suspendidas. Una ecuación donde la compensación no se da en recursos, sino en ausencias.
Y así, entre cancelación y cancelación, se teje el nuevo ceremonial de la muerte pública. Donde antes había color y música, ahora hay el solemne silbido del vacío. La comunidad, agradecida por tanta comprensión, aprende la lección suprema: en el gran teatro del duelo oficial, la mejor manera de honrar la vida es renunciando a vivirla.


















