La corona brilla sobre la opaca herencia institucional

El Estandarte de la Virtud en el Reino del Absurdo

En un giro que Jonathan Swift hubiera encontrado demasiado obvio para incluirlo en sus Modestas Proposiciones, el Gran Teatro de la Virtud Nacional ha coronado a su nueva emperatriz de la belleza, mientras su progenitor cabalga de vuelta al castillo de la administración pública, indemne tras su breve exilio por el pecado capital de enriquecerse de manera notoriamente inexplicable.

Foto: El Universal. La sonrisa institucional, un artefacto más valioso que cualquier justificación contable.

La fábula nos relata cómo el noble Bernardo Bosch Hernández, otrora Gerente de Responsabilidad y Desarrollo Social en el sagrado templo de Petróleos Mexicanos, fue acusado por los inquisidores de la república de poseer un tesoro de 6.5 millones de piezas de oro que, según los malintencionados, excedía el modesto salario que el reino otorga a sus siervos más leales. Una ofensa tan grotesca como común, que merecía el máximo castigo: una inhabilitación de una década para alejarlo de los cofres públicos que tan bien conocía.

Pero he aquí la belleza del sistema orwelliano en el que habitamos: la sanción no era más que un intermedio burocrático, un acto de purga simbólica para apaciguar a las masas. El Tribunal Federal de Justicia Administrativa, en un arranque de genialidad kafkiana, descubrió que el sustento legal de la condena era tan etéreo como la justificación de los ingresos del propio acusado. ¿Comprobó el caballero la procedencia de su fortuna? El reino, en su infinita sabiduría, ha decidido que algunos misterios son demasiado sagrados para ser develados ante el vulgo.

La moraleja de este cuento de hadas moderno es tan sublime como predecible: mientras una hija recoge coronas y aplausos en concursos de belleza universal, el padre asciende, cual fénix administrativo, a la subdirección de Seguridad y Salud en el mismo feudo del que fue expulsado. La corona de la hija brilla con el lustre de la meritocracia; el puesto del padre reluce con el barniz de la impunidad. Dos caras de la misma moneda en un país donde el espectáculo de la virtud siempre ha sido el negocio más rentable.

Así, en el gran circo de la vida pública, los trapecistas de la ética vuelan de sanción a reinstalación con la gracia de quien sabe que la red de la complicidad institucional siempre estará ahí para recibirlos. El público aplaude la belleza en el escenario, ignorante—o resignado—de que los verdaderos actos de prestidigitación ocurren entre bambalinas.

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