La cosecha amarga de la violencia criminal en los cítricos
Un pánico surrealista se ha apoderado de los huertos de cítricos en el norte de Veracruz, donde los frutos cítricos ahora compiten en acidez con el sabor de la sangre. En un acto de ejecución sumaria que bien podría ser un capítulo de un manual de economía extractiva criminal, Javier Vargas Arias, un próspero comerciante de naranjas de 43 años, fue convertido en abono forzoso para la tierra que tanto amó. Su crimen: intentar ganarse la vida honestamente en el municipio de Álamo Temapache, el otrora edén citrícola de la nación.
Este espectáculo macabro representa el segundo acto de una tragicomia en una semana, siguiendo el asesinato en Michoacán de Bernardo Bravo Manríquez, presidente de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán. Veracruz, ese estado donde la violencia se ha institucionalizado como un impuesto más, demuestra una vez más que sus únicas cosechas abundantes son las balas y los cadáveres.
El elenco de este drama absurdo incluyó a un grupo de hombres armados en una camioneta blanca -tan discreta como un elefante en una cacharrería- que descargó su arte performático sobre Vargas en seis actos de pura extorsión terminal. El agricultor, según los rumores de la plaza, había recibido amenazas de muerte que funcionaron como mera burocracia previa al trámite final. Testigos presenciales juraron ver a los agresores con equipo táctico que imitaba el atuendo de las fuerzas del orden, en una parodia tan grotesca que hasta la realidad se ruboriza.
El contexto: Cuando el estado se convierte en espectador
En Álamo Temapache, ese municipio de postal donde la economía gira alrededor de los cítricos y la plaza principal ostenta un monumento al cortador de naranjas -quizás pronto necesiten añadir una estatua al productor acribillado-, la situación alcanza niveles de sátira swifteana. Las recientes lluvias e inundaciones que afectaron a cinco Estados del país, con 80 muertos y 18 desaparecidos, dañaron el 80% de las hectáreas naranjeras, como si la naturaleza misma se hubiera aliado con el crimen organizado para completar la devastación.
El asesinato de Javier Vargas Arias ocurrió en este teatro del absurdo donde la alcaldesa Blanca Lilia Arrieta Pardo fue recibida a gritos y lodazos por vecinos que señalaron su tardía visita -catorce días de elegancia burocrática- a los afectados. Al día siguiente, la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum llegó para supervisar labores de limpieza, en ese ballet coreografiado donde los funcionarios aparecen cuando el drama ya ha concluido su último acto.
La epidemia: Cuando la agricultura se riega con plomo
El crimen en Álamo representa apenas el episodio más reciente de esta plaga que afecta al sector agrícola. Cuatro días antes, en Michoacán, Bernardo Bravo, dirigente de productores de limón, fue encontrado con impactos de bala en la cabeza. La ironía suprema: contaba con tres escoltas y un vehículo blindado, pero decidió prescindir de ellos el día de su ejecución, como si hubiera firmado un pacto faustiano con sus verdugos. Entre los detenidos figura Rigoberto López Mendoza, identificado como uno de los jefes criminales de una célula de extorsionadores, demostrando que el crimen en México tiene mejor organización que muchos organismos estatales.
El negocio: La cosecha invisible de la extorsión
En el norte de Veracruz, donde la fruta debería ser el producto principal, operan dos grupos criminales que disputan el control de rutas y cobran extorsiones con la eficiencia de una multinacional. Su modelo de negocio es simple: exigen pagos por permitir las labores cotidianas, estableciendo un sistema de impuestos paralelo donde quien se resiste a pagar recibe como notificación de morosidad una lluvia de plomo. En esta economía distópica, la única cosecha que nunca falla es la del miedo.















