La cosecha amarga del limón en la república del terror
En el fértil y aciago Valle de Apatzingán, donde los cítricos maduran bajo el sol de la impunidad, Bernardo Bravo Manríquez, máximo mandatario de la Asociación de Citricultores, ha sido promovido, mediante un sangriento y expeditivo procedimiento, al cargo póstumo de Mártir Agrario. Su cadáver, convenientemente presentado en el interior de su propia camioneta, constituye el más reciente y elocuente comunicado de prensa emitido por el cártel de Los Viagras, la verdadera cámara de comercio de la región.
El insigne líder, quien osara declarar la guerra a los coyotes –ese eufemismo pastoral para designar a los recaudadores de impuestos no estatales–, fue objeto de una sesión de tortura pedagógica en la localidad de Cenobio Moreno, un aula abierta donde se imparten lecciones avanzadas de sumisión. El mensaje, meticulosamente escrito con cuchillo sobre carne viva, es de una claridad meridiana: en la Tierra Caliente, la disidencia es un lujo que se paga al contado y con intereses morrocotudos.
He aquí la trágica ironía de nuestro tiempo: el señor Bravo, licenciado en Derecho, fue ajusticiado con la misma meticulosidad bárbara que su progenitor, Bernardo Bravo Valencia. Una suerte de violencia heredada, un patrimonio familiar más predecible que la cosecha misma. El rancho, la pasión por el limón y una muerte atroz en una camioneta abandonada: el sueño michoacano, en su versión más auténtica.
Mientras tanto, el gobierno estatal, en un arrebato de actividad frenética, ha emitido un comunicado. Promete una investigación interinstitucional y coordinación plena, esos mantras burocráticos que suenan a letanía fúnebre. El gobernador, con la solemnidad de un notario certificando una defunción, ha jurado que el crimen no quedará impune. Lo cual es técnicamente cierto, pues la impunidad es aquí la norma constitucional no escrita.
Los productores, esos estoicos filósofos del agro armado, comentan entre susurros: “No nos hagamos pendejos. Fueron los putos Viagras“. La crudeza de su lenguaje contrasta con la retórica edulcorada de las autoridades. Ellos no piden justicia</strong]; exigen, simplemente, sobrevivir un día más en esta feria macabra donde el limón vale menos que la vida del hombre que lo cultiva.
Y así, entre extorsiones que ellos llaman ‘impuestos’ y amenazas que funcionan como decretos, la producción nacional de limón prosigue. Es el milagro económico mexicano: una industria que florece a la sombra de las pistolas, regada con la sangre de sus líderes y bendecida por los comunicados de prensa de un gobierno municipal que se ‘solidariza’ desde la impotencia. Un cínico podría decir que es el libre mercado en su expresión más pura y salvaje.