El Gran Teatro de la Virtud Cibernética
En un acto de colosal genialidad, los ilustres senadores del Partido Acción Nacional han descubierto que el internet existe y que, para su consternación, también lo hacen los depredadores sexuales. Con la solemnidad de quien desentraña los misterios del universo, han presentado una iniciativa para castigar lo que cualquier persona con dos dedos de frente ya considera repugnante.
La propuesta establece penas de seis a doce años de reclusión para quien, valiéndose de tecnologías digitales, establezca contacto con menores de edad con fines sexuales. Pero he aquí la magistral innovación: ¡la sanción aplica aunque el encuentro nunca se concrete! Los legisladores, en su sabiduría infinita, han decidido que la intención merece igual castigo que el acto consumado.
Ilustres políticos descubren que el internet necesita regulación
La perla legislativa alcanza su climax burocrático cuando anuncia que las penas podrán incrementarse hasta los dieciocho años si el victimario utilizó identidades falsas. Como si los depredadores digitales firmaran con nombre, apellido y número de credencial para votar.
Mientras tanto, en el mundo real, las autoridades no pueden seguir el rastro de cuentas fraudulentas que operan abiertamente, pero nuestros héroes parlamentarios han resuelto el problema decretando penas más largas. Una solución tan práctica como enviar una carta manuscrita para detener un ciberataque.
Para completar esta obra maestra de la gestión pública, la iniciativa promete campañas informativas adaptadas a contextos culturales y lingüísticos. Porque nada combate mejor a un pederasta que un folleto en náhuatl distribuido en comunidades sin acceso a internet.
El circo legislativo sigue su curso, demostrando una vez más que cuando los políticos se enfrentan a problemas complejos, prefieren escribir leyes punitivas en lugar de implementar soluciones efectivas. Mientras tanto, en las profundidades digitales, los depredadores probablemente ya están buscando formas de eludir estas nuevas barreras legales, riéndose de nuestra ingenua fe en el poder mágico de los decretos.

















