Nacional
La divina comedia judicial ante un homicidio policial
La fe inquebrantable de un padre choca con el absurdo judicial en un caso que desnuda las contradicciones del sistema.

La Inmaculada Fe en el Santo Expediente Burocrático
En los sagrados corredores del Reclusorio Oriente, donde los dioses togados dictan el destino de los mortales, un padre, el señor Dionisio Huerta, proclamó su inquebrantable fe en el más milagroso de todos los sacramentos modernos: la Justicia Institucional. Su hijo, Christopher, de 21 años, fue enviado a mejor vida por la bala certera de un apóstol de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, en lo que podría catalogarse como un bautizo de plomo extremadamente eficaz.
El sumo pontífice judicial, en su infinita sabiduría, decidió que el agente Julio César “N” fuera vinculado a proceso por el delito de homicidio calificado, un término legal que significa “haber cometido el acto, pero con un formulario por llenar”. Su compañero, Luis Arturo “N”, acusado del pecado venial de “abuso de autoridad”, recibió la absolución plenaria y fue devuelto al gremio de los custodios de la ley, para regocijo de la doctrina de la impunidad.
El señor Huerta, un Job contemporáneo, declaró con un estoicismo que haría palidecer a los filósofos estoicos: “Estamos pegados a la ley, lo que dicte el juez es lo que tiene que hacer”. He aquí el ciudadano modelo, que ante el dolor más profundo, ofrece su otra mejilla al engranaje judicial, confiando en que la máquina que permitió el hecho, ahora lo resolverá. Es la fe moviendo montañas de papelería y audiencias.
La narrativa oficial, una obra de teatro del absurdo, sugiere que todo comenzó porque los jóvenes se “pusieron agresivos” en un punto de revisión que, según el padre, nunca existió. Un detalle menor en este evangelio de la seguridad. El video, ese hereje testigo visual, muestra sin embargo la escena culminante: el siervo de la ley sacando su espada de fuego y ejecutando al joven por la espalda, mientras este se retiraba. Una demostración de fuerza preventiva, sin duda.
Ante la evidencia terrenal, el señor Huerta apela al tribunal supremo: “Al final de cuentas creo yo vale más la justicia de Dios”. Una declaración profundamente conmovedora y trágica, que revela la bancarrota moral de un sistema donde las víctimas deben buscar consuelo en la divinidad porque la institución humana diseñada para dárselo les ofrece, en el mejor de los casos, un número de expediente y la promesa de un proceso que puede durar más que su propio dolor.
En esta gran comedia humana, todos desempeñan su papel a la perfección: los policías que golpean y disparan, el juez que vincula y libera, el padre que cree y espera, y el hijo que yace muerto. El sistema, ese gran director de escena, se asegura de que el espectáculo must go on. Y así, entre la parodia de la justicia y la tragedia real, seguimos adelante, confiando en que algún día, ya sea en este mundo o en el próximo, las balas se convertirán en plumas y los expedientes en sentencias verdaderas.

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