En un alarde de sincronización geopolítica que hubiera enrojecido de orgullo al más pintado virrey, una docena de elegidos de la Armada de México ha culminado su transfiguración en el curso básico de Fuerzas Especiales. Esta cofradía de élite, el brazo ejecutor predilecto de la Secretaría de Marina, ha sido convenientemente adoctrinada en el sagrado arte de la guerra moderna mediante un entrenamiento conjunto con las más excelsas órdenes de caballería del Imperio del Norte: la Fuerza Delta, los SEALs y los Boinas Verdes. Una comunión espiritual castrense donde, sin duda, se intercambiaron secretos sobre cómo disolver protestas con elegancia y organizar desfiles con precisión prusiana.
Durante un peregrinaje de cinco meses y doce días —un período bíblico para una misión laica—, estos infantes de Marina fueron sometidos a un riguroso proceso de purificación física y mental en los modernos cenobios de la Armada en Valle de Bravo y San Luis Carpizo. La institución asegura, con una fe inquebrantable, que este rito de pasaje garantizará el desarrollo óptimo de las futuras misiones operativas. Es decir, estarán impecablemente preparados para cualquier eventualidad, excepto, quizás, para cuestionar la naturaleza misma de las eventualidades que se les encomienden.
La sacra liturgia de la graduación castrense
La ceremonia de investidura, una puesta en escena de poder y protocolo, fue presidida por una trinidad de sumos sacerdotes navales: el almirante Martín Enrique Barney Montalvo, Gran Rector de la Universidad Naval; el vicealmirante Raúl Sergio Marín Cárdenas, Comandante del Cuartel General del Alto Mando; y el vicealmirante Egner Hernández Zamudio, Comandante de la Unidad Naval de Operaciones Especiales. En un acto de justicia poética, se distribuyeron premios y condecoraciones, ensalzando virtudes como el liderazgo, la disciplina, el espíritu de sacrificio, el honor y la lealtad. La dependencia, con un fervor casi medieval, proclamó que estos son los valores fundamentales en la forja de un guerrero Quachic, un título que evoca un pasado prehispánico convenientemente apropiado para dar un aura de ancestral ferocidad a la maquinaria estatal moderna.
Se narró, como en una epopeya fundacional, la historia de los guerreros Quachic, ahora parte del folclore identitario de las Fuerzas Especiales. Se impusieron las ansiadas alas de pecho y se entregaron certificados que acreditan la completa asimilación del dogma. Fue un ritual de cohesión perfecto, donde se premió, una y otra vez, la misma lista de virtudes, asegurándose de que quede grabada a fuego en la psique colectiva.
El catecismo del guerrero moderno
El vicealmirante Egner Hernández Zamudio, comandante de la Unidad Naval de Operaciones Especiales, felicitó a los neófitos y los exhortó a mantener viva la tradición, el espíritu y la excelencia que, supuestamente, distingue a los fuerzas especiales. También rindió un sentido homenaje a los instructores, aquellos iluminados encargados de transmitir el conocimiento sagrado y forjar el carácter de los cursantes.
En un discurso que parecía extraído de un manual de autoayuda para superhéroes, uno de los elementos graduados declaró que esta “etapa representa mucho más que una formación técnica o táctica; es un proceso de transformación que les permitió superar límites, fortalecer la resiliencia y forjar un espíritu de hermandad que los unirá para siempre”. Profesó que en las Fuerzas Especiales cada integrante es tan fuerte como el vínculo que comparte con sus compañeros, y que la confianza, la lealtad y la camaradería son los cimientos de cualquier misión exitosa. Prometió aplicar todo lo aprendido, manteniendo la disciplina, la ética y los valores de la élite. “La verdadera grandeza —afirmó con solemnidad— no se alcanza solo al completar una misión, sino al estar siempre listos para la próxima”. Una frase que, sin querer, resume la esencia del soldado perfecto: un instrumento eternamente preparado, cuya grandeza reside en la perpetua expectativa de la siguiente orden.
