El Teatro de lo Absurdo en el Reino de la Seguridad Pública
En el grandioso circo de la seguridad pública mexicana, los municipios representan el papel de los payasos trágicos, aquellos que reciben las bofetadas mientras el público ríe nerviosamente. El martirio de Carlos Manzo se suma al elenco permanente de esta tragicomedia nacional donde alcaldes, periodistas y disidentes caen como moscas en el altar de la violencia política, ese peculiar sistema electoral donde los cárteles depositan sus votos con balas en lugar de papeletas.
Nuestro héroe de esta farsa luchaba una batalla condenada de antemano, como quien intenta vaciar el océano con un colador. Cualquier mandatario que ose enfrentar a la criminalidad organizada se topa con el monstruo perfecto creado por la guerra contra el narcotráfico: la federalización de la seguridad, ese leviatán burocrático que todo lo devora.
La famosa guerra contra el narcotráfico, obra maestra salida de la mente de un michoacano ilustre, funciona como esos chistes que empiezan bien pero terminan mal. Se fundamenta en el mito creador de que las policías municipales son la escoria del sistema, los pecadores originales de este jardín del Edén criminal. Para reemplazar estos órganos “necrosados”, la Federación despliega su santísima trinidad: el CISEN, la Policía Federal, el Ejército, la Marina y la FGR, como si fueran los apóstoles modernos de la seguridad.
Tras dos décadas de mandos únicos, coordinaciones estratégicas y diálogos fructíferos, las policías locales se encuentran más esqueléticas que esqueleto en día de muertos. Los recursos que deberían alimentarlas han sido desviados para construir catedrales burocráticas: gendarmerías, guardias nacionales, subprocuradurías especializadas y comisiones nacionales que sirven como placebos para una enfermedad terminal.
La leyenda de la pureza angelical de las corporaciones federales versus la corrupción demoniaca de las locales alcanzó su momento cumbre en la ópera bufa de la protección a Manzo. El caballero murió, según el gobierno federal, bajo el amparo de catorce centinelas de la Guardia Nacional. Por supuesto, en este nuevo paradigma de eficiencia, la muerte del protegido no constituye un fracaso, sino un “indicador de gestión mejorable”.
Las corporaciones federales no están habitadas por seres de luz. Los escándalos de Cienfuegos Zepeda y los sobrinos del Almirante Ojeda demuestran que reemplazar una parte podrida por otra igualmente descompuesta es el deporte nacional favorito de la clase política. Y qué decir del general Trevilla, actual Secretario de la Defensa, cuyo paso por la 43 Zona Militar en Apatzingán fue tan memorable como fantasma en bailongo.
Michoacán, el lugar donde comenzó este viacrucis, requiere cada tres o cuatro años micro invasiones, micro fuerzas de ocupación que vienen a poner paños calientes sobre hemorragias arteriales. Es el eterno retorno de lo mismo, la pesadilla recurrente de un país atrapado en su propio laberinto.
Las Consecuencias: Ascensos por Antigüedad, No por Méritos
¿Por qué coronar con el máximo galardón a un soldado cuyo historial en Michoacán, Tamaulipas o Guanajuato se parece más a un récord de derrotas que a una hoja de servicios? El mensaje es claro: lo que importa no son los resultados, sino acumular años como quien colecciona estampillas. El escalafón es la nueva magia negra que transforma fracasos en ascensos.
El atentado contra Manzo cumple con todos los requisitos para ser calificado como terrorismo según el código estadounidense. En el gran teatro geopolítico, a la Casa Blanca y el Pentágono poco les importa si se organiza un “Plan Michoacán” o no. Su definición de terrorismo es como elástico que se estira según convenga, perfecta para justificar intervenciones militares en México o Venezuela bajo el noble pretexto de combatir el “narcoterrorismo”.














