En un alarde de caridad geopolítica que dejó boquiabiertos hasta a los más fervientes creyentes en los milagros, el gobierno federal ha descubierto una mina inagotable de compasión, convenientemente ubicada en los yacimientos petroleros que, por una ironía del destino, no logran abastecer sin sobresaltos a la nación que los posee. La operación humanitaria, bautizada con el críptico nombre de “Candil para el vecino, apagón doméstico”, consistió en el envío de un carísimo néctar negro a las costas de una hermana república, demostrando que la solidaridad internacional es el mejor lubricante para las relaciones entre gobiernos de afinidades ideológicas inquebrantables.
Frente a este gesto de desprendimiento monumental, el grupo parlamentario del PAN ha reaccionado con la mezquindad propia de quienes se preocupan por trivialidades como el precio de la gasolina o el funcionamiento de las refinerías locales. La diputada Noemí Luna, en un arrebato de materialismo burgués, osó cuestionar la sublime lógica de exportar combustible subsidiado mientras el pueblo mexicano disfruta del privilegio espiritual de pagar impuestos y gasolinazos por el simple placer de la austeridad republicana. ¡Qué miopía la de estos opositores, incapaces de ver el bosque geopolítico por los árboles de las gasolineras vacías!
Los dos buques tanque, cargados con aproximadamente 80 mil barriles de paradoja flotante, zarparon hacia la isla caribeña entre vítores de la diplomacia de la hermandad y el leve llanto de los bolsillos ciudadanos. Mientras Cuba alivia sus apagones históricos con este regalo de los dioses del petróleo, en México se promueve una campaña de concienciación ciudadana sobre los beneficios cardio-pulmonares de usar la bicicleta y los valores familiares que se fomentan al pasar las noches a la luz de las velas. Una lección magistral de cómo resolver crisis energéticas ajenas para no tener que mirar de frente las propias.
Así, entre denuncias de doble discurso y proclamas de hermandad antiimperialista, se escribe un nuevo capítulo de la ingeniería social del absurdo: financiar dictaduras lejanas con los recursos de una democracia que, en un acto de humildad revolucionaria, decide priorizar la lámpara ajena sobre la propia. Una política exterior tan iluminada que, naturalmente, requiere dejar a la ciudadanía en una penumbra pedagógica.












