En los barrios obreros de Poza Rica, ubicados en las zonas más bajas de esta ciudad veracruzana, algunos residentes percibieron la amenaza incluso antes de verla. Una pared de agua anunció su llegada con el estruendo metálico de automóviles siendo arrastrados por la corriente, después de que el río Cazones desbordara sus márgenes durante la madrugada del viernes. El nivel del agua superó los cuatro metros en las calles, transformando el paisaje urbano en un caudal impetuoso que todo lo engullía.
Para el sábado, cuando las aguas comenzaron a retirarse, emergió la dimensión completa de la devastación. La escena que quedó evidenciaba la fuerza destructora de la naturaleza al encontrarse con el mundo construido por el ser humano: vehículos suspendidos en las copas de los árboles, escombros amontonados en formas caprichosas, y en una imagen particularmente desconcertante, el cadáver de un caballo dentro de la cabina de una camioneta.
Las autoridades de la Coordinación Nacional de Protección Civil confirmaron que el número de víctimas mortales a causa de los deslizamientos de tierra e inundaciones provocados por las lluvias incesantes había alcanzado las 41 personas. Esta cifra representa un incremento significativo en el balance, mientras miles de soldados y elementos de las fuerzas armadas trabajaban para despejar carreteras y acceder a comunidades aisladas donde se presume podría haber más personas atrapadas o desaparecidas.
La magnitud de las precipitaciones registradas en Veracruz entre el 6 y el 9 de octubre resulta elocuente: aproximadamente 540 milímetros de agua cayeron sobre la región, el equivalente a más de 21 pulgadas. Esta cantidad extraordinaria saturó los suelos, colapsó los sistemas de drenaje natural y provocó el desbordamiento de ríos y arroyos que habitualmente mantienen cauces estables.
En Poza Rica, ciudad cuya economía gira en torno a la industria petrolera y situada a 275 kilómetros al noreste de la capital mexicana, la advertencia llegó con escaso margen para la evacuación. Algunos vecinos relataron haber intuido el peligro apenas un par de horas antes del desbordamiento, tiempo que aprovecharon para reunir algunas pertenencias esenciales antes de abandonar sus viviendas. Otros no tuvieron esa oportunidad.
La tragedia se manifestó en historias personales como la de Shadack Azuara, de 27 años, quien acudió a buscar a su tío alrededor de las tres de la madrugada del viernes. Al no obtener respuesta tras golpear la puerta, asumió que su familiar, un jubilado de los servicios petroleros que complementaba sus ingresos recolectando periódicos y botellas para reciclar, ya había evacuado junto con otros vecinos. Azuara regresó a su propia casa para preparar lo necesario ante la inminente crecida.
Veinticuatro horas después, todavía sin noticias de su tío, Azuara regresó al domicilio y encontró el cuerpo sin vida del hombre boca abajo en las aguas turbias que rodeaban su cama, aparentemente víctima de ahogamiento. Durante horas, el sobrino intentó sin éxito contactar con las autoridades competentes para que procedieran a la recogida del cadáver, en medio del caos generalizado que impedía una respuesta coordinada de los servicios de emergencia.
El desglose oficial de las víctimas distribuye la tragedia across múltiples estados. En Hidalgo, al norte de Ciudad de México, se contabilizaron 16 fallecimientos, con el agravante de que 150 comunidades permanecían sin suministro eléctrico. En Puebla, estado colindante con la capital, las lluvias causaron al menos nueve muertes y dañaron o destruyeron más de 16,000 viviendas, según los reportes preliminares.
Veracruz, donde se localiza Poza Rica, registró 15 decesos confirmados. El Ejército y la Marina movilizaron efectivos para rescatar a residentes de 42 comunidades que quedaron completamente aisladas debido a deslizamientos de tierra que bloquearon las vías de acceso y al desbordamiento de arroyos. Las autoridades mantenían operaciones de búsqueda activa para localizar a 27 personas dadas por desaparecidas en toda la región afectada.
Al caer la noche en Poza Rica, la oscuridad solo era interrumpida por los faros de la maquinaria pesada que recorría las calles todavía anegadas y cubiertas de lodo. La ausencia de electricidad complicaba las labores de limpieza y rescate, mientras la presencia de la Guardia Nacional y el Ejército resultaba insuficiente para la magnitud del desastre. Ante esta situación, los propios habitantes organizaron trabajos comunitarios para comenzar a desalojar sus viviendas y negocios, utilizando cualquier herramienta disponible.
En los 55 municipios costeros del estado de Veracruz, otros 16,000 hogares reportaron daños de consideración, desde inundaciones parciales hasta el colapso total de las estructuras. Previamente, en el estado central de Querétaro, un niño había perdido la vida al quedar atrapado en un deslizamiento de tierra, sumando otra víctima al balance trágico.
A nivel nacional, las autoridades eléctricas confirmaron que más de 320,000 usuarios se vieron afectados por cortes en el suministro ocasionados directamente por las intensas precipitaciones. Los meteorólogos atribuyeron estas condiciones climáticas extremas a la influencia combinada de la tormenta tropical Priscilla —anteriormente catalogada como huracán— y la tormenta tropical Raymond, ambos sistemas localizados frente a la costa occidental de México durante los días críticos del evento.
Este episodio de lluvias torrenciales evidencia la vulnerabilidad de amplias zonas del territorio mexicano ante fenómenos meteorológicos extremos, particularmente en asentamientos humanos ubicados en riberas de ríos y laderas inestables. La recurrencia de estos eventos en los últimos años plantea interrogantes sobre la adecuación de los sistemas de alerta temprana y los protocolos de evacuación, especialmente para las comunidades con menor capacidad de respuesta autónoma.