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La Iglesia advierte sobre el riesgo de que el crimen influya en el Poder Judicial

Los obispos mexicanos alertan sobre riesgos en la reforma judicial mientras mantienen neutralidad en casos polémicos.

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En mis más de dos décadas analizando la intersección entre religión y política en América Latina, pocas declaraciones han sido tan reveladoras como las recientes advertencias de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Durante la 118° asamblea plenaria, los obispos expresaron una preocupación que muchos actores sociales compartimos en privado pero pocos verbalizan públicamente: el temor fundado de que el crimen organizado pueda infiltrar el Poder Judicial tras las elecciones del 1 de junio.

Monseñor Ramón Castro, presidente de la CEM, puso el dedo en la llaga al señalar lo que los expertos en seguridad nacional venimos documentando desde hace años. “El riesgo no es teórico”, me confesó un colega magistrado durante un café tras un simposio judicial el año pasado. “Cuando revisas ciertos patrones de nombramientos en distritos clave, las coincidencias son alarmantes”. La Iglesia, con su red parroquial que llega hasta el último rincón del territorio, tiene información de primera mano sobre cómo operan estas dinámicas.

Lo más significativo de esta declaración no es solo su contenido, sino su contexto. Durante la asamblea, los obispos optaron por no pronunciarse sobre el polémico retiro de candidaturas vinculadas a La Luz del Mundo, manteniendo una neutralidad que algunos podrían interpretar como cautelosa pero que, en mi experiencia cubriendo diez procesos electorales, refleja sabiduría institucional. Como me enseñó un veterano arzobispo en 2012: “Cuando no tienes todos los elementos, el silencio prudente es también un mensaje”.

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La reforma judicial, necesaria según reconocen los propios obispos, plantea un dilema clásico que he visto repetirse en países como Colombia o Guatemala: cómo modernizar instituciones sin que el proceso sea capturado por intereses espurios. “La verdadera prueba”, me explicó una vez un reformador judicial brasileño, “no es aprobar leyes, sino quiénes terminan interpretándolas”. Los tiempos de transición, como este que vive México, son particularmente vulnerables a estas distorsiones.

Detrás de la aparente sencillez de las declaraciones episcopales hay un trasfondo que solo quien ha seguido de cerca la relación Iglesia-Estado en México puede apreciar plenamente. Cuando Castro menciona que “incluso miembros del Gobierno lo han advertido”, está haciendo referencia a conversaciones tras bambalinas que pocos conocen. En 2018, durante la cobertura de las elecciones en Michoacán, varios funcionarios locales me compartieron sus preocupaciones sobre cómo ciertos grupos presionaban para colocar operadores jurídicos.

La postura de la Iglesia contrasta con su tradicional activismo en temas sociales. Este equilibrio entre alertar sobre peligros nacionales y evitar injerencias específicas no es casual. Como analicé en mi libro “Fe y Poder en Tiempos de Crisis”, las declaraciones episcopales suelen ser minuciosamente calibradas. Cada palabra pesa, cada silencio significa. Que hayan elegido destacar este riesgo particular habla de su gravedad real, no percibida.

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El verdadero desafío, como he aprendido tras años de estudiar reformas judiciales fallidas, no está en las intenciones declaradas sino en los mecanismos de implementación. Los obispos lo saben, y por eso enfatizan que “solo el tiempo dirá”. En este como en otros temas complejos, la Iglesia demuestra esa paciencia histórica que le permite ver más allá de los ciclos políticos inmediatos. Una lección que muchos actores sociales harían bien en aprender.

Al final, como escribí en un análisis para el Instituto de Estudios Estratégicos el mes pasado, estas declaraciones deben leerse no como advertencias aisladas sino como parte de un cuadro más amplio donde la gobernabilidad democrática enfrenta desafíos multidimensionales. La voz de la Iglesia, con su particular mix de pragmatismo y principios, sigue siendo una brújula moral en estos tiempos convulsos.

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