En un giro que Jonathan Swift hubiera encontrado demasiado obvio para incluirlo en Los Viajes de Gulliver, el sagrado recinto del Hospital IMSS-Bienestar de Culiacán fue violado por una intrusa ataviada con el disfraz más sagrado de nuestra era: la bata médica. Portando el talismán de la autoridad sanitaria (una jeringa cargada con un elixir de misteriosa procedencia), la mujer pretendía otorgar la “alta médica” definitiva a un paciente balaceado, demostrando que en los nuevos protocolos de seguridad, el disfraz de carnaval basta para burlar a los centinelas.
Los auténticos galenos, héroes anónimos que sobreviven entre el desabasto y la burocracia, detectaron la herejía. No por un sistema biométrico de última generación, sino por el ancestral arte de la observación: la actitud de la impostora delataba que no cargaba con el agotamiento existencial ni la resignación salarial del personal genuino. Alertaron a los guardianes de la Guardia Nacional, quienes, tras una épica cacería por los pasillos, lograron su captura. Una proeza que sugiere que su entrenamiento los prepara mejor para encontrar intrusas que para prevenir su entrada.
Como en los mejores ministerios de la verdad orwellianos, se desató entonces una “amplia búsqueda” de otros infiltrados. El resultado, previsiblemente, fue la gloriosa certificación de que no había más impostores… excepto, quizás, los que ya estaban contratados. La mujer, una alegoría ambulante de la descomposición, fue reducida y su identidad, al igual que los presupuestos para salud, se esfumó en el éter de la opacidad oficial.
Este sainete macabro es la consecuencia directa de la genial estrategia gubernamental de implementar protocolos después de que seis almas fueran enviadas prematuramente al más allá en un lapso de 48 horas, cuatro en las puertas de un nosocomio y dos rematadas en sus camas. Un sistema que, como un mal médico, solo aplica el torniquete cuando el paciente ya se desangró. La moraleja es clara: en el gran teatro de la seguridad nacional, a veces el actor más convincente es el que viene a repartir la función final.