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La impunidad perpetúa la violencia contra periodistas en México

La impunidad sistémica alimenta la crisis de violencia que enfrentan los comunicadores y defensores de derechos humanos en el país.

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La cruda estadística oficial, proporcionada por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, es demoledora: 364 periodistas y defensores de derechos humanos han sido blanco de asesinatos, atentados o desapariciones forzadas en México entre 2016 y 2025. Pero, ¿qué se esconde detrás de estas cifras? ¿Por qué, a pesar de la creación de mecanismos de protección, la violencia no cesa?

Maia Campbell, representante adjunta del organismo internacional, reveló durante el Foro ‘Libertad de Expresión y Acceso a la Justicia’ en Culiacán, Sinaloa, que de estas 364 víctimas, 82 eran mujeres. El desglose preciso muestra una realidad escalonada: 274 fueron ejecutados, 28 sobrevivieron a un intento de homicidio y 36 fueron desaparecidos. Tres de ellos permanecen en paradero desconocido. Estos no son números fríos; son historias truncas, preguntas sin respuesta y una mancha en la democracia mexicana.

Campbell argumentó que la labor esencial de los comunicadores—promover el pluralismo y la rendición de cuentas—los coloca en la mira de poderosos intereses políticos, económicos y del crimen organizado. No se enfrentan meramente a obstáculos, sino a una maquinaria de represalias que incluye vigilancia ilegal, estigmatización y la amenaza constante de violencia física. Los defensores de derechos humanos, cuyo trabajo busca precisamente fortalecer el acceso a la justicia, se convierten paradójicamente en los blancos principales de persecución y muerte.

Sin embargo, la investigación plantea una pregunta incisiva: si existen fiscalías especializadas y protocolos de protección, ¿por qué la situación empeora? El testimonio del experimentado periodista Javier Garza Ramos, de Coahuila, introduce una perspectiva crítica. Garza observa una paradoja alarmante: la multiplicación de organismos de protección ha coincidido con un aumento, no una disminución, de las agresiones. ¿Fallan los mecanismos o se está tratando el síntoma y no la enfermedad?

Garza Ramos lleva la investigación un paso más allá, cuestionando la naturaleza misma de la respuesta institucional. Sostiene que todos estos mecanismos debieron ser, desde su concepción, medidas temporales. La solución permanente, insiste, no está en más protecciones reactivas, sino en atacar de raíz la impunidad que alimenta estos crímenes. Su análisis es contundente: a dos décadas del surgimiento de estas instituciones, la persistencia de los ataques demuestra que los perpetradores operan con una sensación de libertad y absoluta falta de consecuencias.

La conclusión que emerge de este cruce de datos oficiales y testimonios de primera línea es ineludible. La arquitectura de protección mexicana, aunque bien intencionada, está siendo sobrepasada por una cultura de impunidad estructural. La verdadera crisis no es solo la violencia, sino el sistema que permite que esta se repita una y otra vez, dejando a quienes buscan la verdad completamente expuestos y vulnerables.

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