La llama de Marisela Escobedo sigue viva quince años después

Una placa de metal fría, clavada en las baldosas frente al imponente Palacio de Gobierno de Chihuahua, es el único testimonio oficial de un crimen que conmocionó a México. Este martes, quince años después, colectivos feministas y defensores de derechos humanos no se congregaron solo para depositar flores. Su presencia era una pregunta incisiva, un acto de memoria combativa: ¿qué ha cambiado realmente desde que Marisela Escobedo fue asesinada en este mismo lugar mientras exigía justicia por el feminicidio de su hija?

¿Un homenaje o un espejo de la impunidad?

La ceremonia, organizada por el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (CEDEHM) y otras activistas, comenzó con un gesto simbólico y revelador: el mantenimiento de la placa conmemorativa. “Su nombre no se borra. Su causa sigue viva”, resonaron las voces. Pero, ¿es suficiente con pulir el bronce? La investigación periodística persiste en indagar más allá del ritual. Documentos y testimonios recabados a lo largo de los años pintan un panorama donde el asesinato de Marisela no fue un hecho aislado, sino el punto álgido de una cadena de negligencias institucionales y omisiones que permitieron que su victimario, Sergio Barraza, escapara primero de la justicia y luego la silenciara de la manera más brutal.

De la memoria al performance: la exigencia que no cesa

Mientras en Ciudad Juárez se recordaba su legado, en la capital chihuahuense la acción tomó otra forma: un performance que trascendió el duelo para convertirse en denuncia. Las activistas no solo buscan mantener viva la memoria; exigen visibilizar la alarmante continuidad de la violencia machista. Sus demandas son concretas y medibles: un incremento real y auditado al presupuesto estatal destinado a la prevención, sanción y erradicación de la violencia de género. ¿A cuánto asciende actualmente esa partida? ¿En qué se gasta? La narrativa oficial habla de avances, pero los datos de feminicidios y desapariciones en Chihuahua interrogan esa versión con persistencia escalofriante.

Concluir este recorrido obliga a conectar puntos que, quince años después, resultan dolorosamente familiares. Marisela Escobedo se convirtió en símbolo no solo por su dignidad y resistencia, sino porque su caso expuso la terrible ecuación que aún hoy persigue a miles de familias: la búsqueda de justicia puede convertirse, en un Estado fallido, en una sentencia de muerte. La revelación final no es nueva, pero su eco se renueva con cada ofrenda floral: la lucha de Marisela ya no es solo por su hija Rubí. Se ha transformado en la bandera de todas aquellas a quienes el sistema les sigue fallando, un recordatorio de que la verdadera conmemoración no está en las placas, sino en políticas públicas que prevengan que otra madre tenga que arriesgarlo todo.

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