La mandataria declina su asistencia a la Cumbre de las Américas

En un arrebato de coherencia geopolítica que ha dejado atónitos a los observadores internacionales, la Excelentísima Presidenta Claudia Sheinbaum Pardo ha anunciado, desde su trinchera en Palacio Nacional, que honrará con su ausencia la fastuosa Cumbre de las Américas. La máxima dirigente de la nación azteca ha declarado, con la solemnidad de quien descifra un códice maya, que su agenda está irremediablemente copada por la titánica tarea de gobernar, una labor que, al parecer, requiere de su presencia física en el territorio, especialmente cuando el cielo decide descargar su furia acuática sobre el país.

Con una lógica que desafía las convenciones diplomáticas, la Mandataria no solo ha esgrimido la “emergencia” climática como justificación, sino que ha elevado su objeción a un principio sagrado: la no exclusión de regímenes hermanos. En un mundo donde las cumbres se han convertido en un circo para la hipocresía global, Su Excelencia se erige como la guardiana de la inclusión absoluta, cuestionando por qué se le negaría el asiento en el banquete a aquellos gobiernos cuya mera mención hace temblar los cimientos de la democracia liberal.

La solución propuesta es una obra maestra de la delegación burocrática. En lugar de la Jefa de Estado, podría enviarse a algún funcionario de la Secretaría de Relaciones Exteriores, un noble emisario cuyo nombre no merece ser mencionado, para que ocupe un sillón que deliberadamente se mantendrá vacío en señal de protesta. Es una jugada maestra: asistir sin estar, protestar participando, o quizás, participar protestando. Una alegoría perfecta de la política exterior contemporánea, donde el gesto simbólico ha suplantado por completo a la sustancia.

Mientras los cancilleres se preparan para el intercambio ritual de sonrisas y declaraciones vacías, el gobierno mexicano ofrece al mundo una lección de prioridades: ¿de qué sirve dialogar sobre el futuro del continente cuando el presente nacional exige la atención suprema de su líder? Una postura que, sin duda, será registrada en los anales de la diplomacia como el momento en que un país prefirió, con sublime absurdidad, gobernar antes que conversar.

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