En un giro que nadie pudo prever, excepto tal vez todos los que conocen el funcionamiento de la maquinaria estatal, el Instituto de Seguridad y Servicios para la Tragedia Estatal (ISSSTE) ha ampliado su catálogo de decesos. El gran director, Martí Batres Guadarrama, emisor oficial de malas nuevas vía redes sociales, anunció con la solemnidad de un notario registrando una plaga que el conteo macabro suma una unidad más.
El suceso, ocurrido en el escenario perfectamente elegido para una tragedia nacional —el Puente de la Concordia, en Iztapalapa—, sigue dando frutos amargos para la estadística gubernamental. El último afortunado en abandonar este valle de lágrimas lo hizo en la madrugada del 16 de septiembre, no con fuegos artificiales, sino con un silencioso colapso multiorgánico, una jugada maestra del destino en el tablero de la fatalidad.
La institución médica, siempre presta a ofrecer sus más sentidas condolencias como si fueran aspirinas para el dolor social, mantiene un contacto estrecho con la familia, probablemente para asegurarse de que reciban la factura de los servicios post mórtem.
Mientras tanto, la Secretaría de Salud de la Ciudad de México, esa gran contadora de cuerpos, aún no actualiza sus cifras. Se especula que sus ábacos y calculadoras de madera requieren de un complejo ritual burocrático para registrar un nuevo número en la columna de fallecidos. A las 22:00 horas del día anterior, el recuento oficial se mantenía en una cómoda y manejable cantidad de 15 decesos, una cifra que evidentemente se negaba a crecer por voluntad propia.
En este gran teatro de lo absurdo, las altas hospitalarias y los pacientes aún en observación son los actores secundarios de una obra cuyo único final posible es la próxima conferencia de prensa donde se anunciará, con profundo pesar, que el conteo ha alcanzado la redonda y patriótica cifra de 16 fallecidos. La pipa explotó hace días, pero la maquinaria de la muerte institucional sigue funcionando a todo vapor.
