La máquina del progreso descarrila y deja al descubierto su lastre
En un acto de rebeldía metálica tan predecible como las promesas electorales, el Gran Coloso de Hierro, esa serpiente de acero que pretende unir mares y, de paso, voluntades, decidió tomarse un desvío pastoral el 28 de diciembre. La Secretaría de Marina, custodia de este leviatán, informó con la frialdad de un parte meteorológico que el descarrilamiento del emblema ferroviario había cosechado un saldo de 13 almas ofrendadas y 98 cuerpos maltrechos.
La aritmética del poder es siempre reconfortante para los burócratas: a bordo del artefacto viajaban 250 unidades humanas, entre pasajeros y servidumbre. De ellas, 139 emergieron ilesas, cifra que los boletines de prensa destacarán con relieve heroico. De los heridos, 36 permanecen encamados, convertidos en incómodo recordatorio de que el progreso, a veces, muerde la mano que lo aplaude. El resto, con lesiones leves, podrá contar la anécdota en futuras sobremesas, ya convertida en fábula.
La Gran Administradora, Claudia Sheinbaum, detalló con precisión quirúrgica que los damnificados reciben el bálsamo estatal en templos sanitarios del IMSS y el IMSS-Bienestar. Nombres como Matías Romero, Salina Cruz, Juchitán o Ixtepec se transforman, de la noche a la mañana, en estaciones del viacrucis moderno, en el mapa de una geografía del dolor perfectamente atendida, según los comunicados.
El tributo exigido por el Coloso: una nómina de lo cotidiano
Entre el fango y el hierro retorcido del Istmo de Tehuantepec, el Coloso escogió a sus ofrendas con democrática imparcialidad: menores, estudiantes, un maestro jubilado, familias enteras. No eran estadísticas; eran la materia prima con la que se edifica, a golpes de tragedia, la épica nacional.
Elena Solorza Cruz, seis años. Su crimen: querer vacacionar en Coatzacoalcos. Su equipaje: ilusiones. Su destino: una lista de fallecidos.
Luisa Camila Serrano Moreno, quince años. Su plan: pasar el fin de año con familiares. Su lugar en la historia: un párrafo en una crónica de desastre.
El profesor Berzaín Cruz López y su esposa María Concepción Acevedo. Tras una vida de servicio, el Estado les ofreció un último viaje gratuito, pero de ida solamente.
Israel Enrique Gallegos Soto, periodista. Acostumbrado a narrar las desgracias ajenas, se convirtió, en un giro irónico digno de los dioses más crueles, en el protagonista de su última nota. Su esposa, desde un lecho hospitalario, tendrá ahora la exclusiva de su propia viudez.
La familia Luna-Medina, de Minatitrán. Rogelio, Patricia y Honoria. La unidad familiar tan alabada por la retórica oficial, aniquilada en un solo instante de “avance nacional”.
María Antonia Rosales Mendoza, de Acayucan. Viajaba con su esposo e hija para “vivir la experiencia” del famoso tren. La experiencia resultó ser un curso acelerado y letal sobre las fallas de la infraestructura patriótica. Sobrevivieron, para cargar con el recuerdo.
La coreografía post-desastre: investigación y apoyo psicológico
Las autoridades, en un ballet bien ensayado, “continúan investigando las causas”. Se prometen declaraciones, comisiones, tal vez un cabeza de turco de bajo rango. Mientras, se brinda “apoyo psicológico” a los familiares, como si el consuelo pudiera medirse en sesiones terapéuticas contra la evidencia de un hierro mal soldado, una curva mal calculada, un atajo en el presupuesto.
El eterno guion: coordinación y centros de atención
La Secretaría de Marina y sus acólitos “coordinan esfuerzos”. Se habilitan centros, se reparten folletos, se baja la bandera a media asta. La maquinaria de la condolencia oficial se pone en marcha, engrasada con la misma eficacia burocrática que, quizás, faltó en el mantenimiento de las vías. El Coloso de Hierro descansa, momentáneamente averiado. Pero pronto, una vez lavadas las manchas y redactados los informes, volverá a rugir, dispuesto a seguir tragándose kilómetros, paisajes y, cuando sea necesario, vidas humanas, en su imparable marcha hacia el Progreso.















