En un giro de eventos que solo puede calificarse de divinamente irónico, la Madre Naturaleza, hastiada de la comedia burocrática humana, ha decidido subir el termostato del país. Tras una temporada de diluvios bíblicos que convirtieron calles en ríos y automóviles en modernos arrecifes de coral, México se prepara ahora para un otoño-invierno que más bien parece un preludio al sauna apocalíptico. Las autoridades, con la previsión que las caracteriza, han anunciado que el fenómeno de La Niña será el chivo expiatorio perfecto para esta nueva fase de nuestro viaje colectivo hacia la desecación.
La Comisión Nacional del Agua (Conagua), ese faro de certeza en un mar de incertidumbre climatológica, nos ilumina con su sabiduría: hará más calor de lo normal. Una revelación tan profunda como anunciar que el agua moja. Este calor anómalo, de uno a tres grados por encima del promedio, no es, ¡por supuesto que no!, consecuencia directa de décadas de un modelo de desarrollo que venera el humo y el concreto por encima del aire limpio y los árboles. No, señores. Es culpa de La Niña, la hermana menor rebelde de El Niño, un fenómeno natural que ahora cumple la función de cortina de humo para ocultar el fracaso monumental de nuestras políticas públicas de preparación, las cuales parecen consistir en repartir folletos y cruzar los dedos.
Mientras tanto, en la capital del país, los ciudadanos se preguntan cuándo cesarán las lluvias. La respuesta de los expertos es un monumento a la ambigüedad útil: lloverá, pero no tanto. Una precisión digna de un oráculo griego. La verdadera tormenta perfecta no es la que se forma en el Pacífico, sino la que converge en los escritorios gubernamentales, donde la crisis climática se enfrenta con la herramienta más letal de todas: la reunión interminable. Se pierde un día de heladas cada 15 años, una estadística tan fría como el clima que ya no tenemos, mientras se gana, en cambio, un nuevo comité de estudio cada lustro.
La meteoróloga experta advierte sobre el peligro de “saltar entre extremos”. Lo que no dice es que el salto más extremo es el que damos de la negación a la resignación, sin pasar nunca por la acción contundente. Se nos insta a “mantenernos informados”, como si el acto de leer sobre nuestra propia inminente cocción en la olla de presión planetaria fuera un antídoto suficiente. El llamado final es a la “preparación”, un concepto tan vago y reconfortante como inútil frente a la magnitud del desafío. En el gran teatro del absurdo climático, el Gobierno reparte paraguas para un tsunami y los ciudadanos ajustan el aire acondicionado, esperando que el problema se disuelva en el aire, junto con nuestras últimas esperanzas de un futuro habitable.