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La nobleza de los palcos vence a la plebe en el Mundial

La justicia divina del capitalismo triunfa donde el aficionado común solo puede soñar con una entrada.

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En un giro de acontecimientos que ha dejado boquiabiertos a exactamente cero personas, la aristocracia de butacas del Estadio Azteca ha logrado una victoria épica en su cruzada por defender el sagrado derecho a ver fútbol sin mezclarse con la chusma. Después de una agotadora batalla legal de dieciocho meses—que sin duda requirió un gran sacrificio, como posponer partidas de golf y sufrir el calor de la sala de juntas—los propietarios de estos feudos verticales han reafirmado su privilegio ancestral.

El conflicto, digno de una tragedia griega pero con mejor catering, surgió cuando un ente tan plebeyo como la FIFA pretendió aplicar sus vulgares normativas a estos templos de la opulencia. ¿Acaso no comprenden los burócratas del balompié global que un contrato firmado hace seis décadas con sangre y cheques de 115,000 pesos es más sagrado que cualquier reglamento moderno?

Félix Aguirre, sumo sacerdote del coloso de cemento, anunció con alivio que ya no tendrá que lidiar con las quejas de estos mecenas que, heroicamente, invirtieron una fortuna equivalente a un par de automóviles de la época para asegurar su legacy familiar: el derecho inalienable a beber champaña con vista privilegiada mientras el populacho suda en las gradas generales.

Roberto Ruano, paladín de esta causa noble, declaró con la solemnidad de quien ha ganado una guerra: “Finalmente la justicia prevaleció”. Y qué justicia tan exquisita: la que garantiza que durante el espectáculo global del deporte rey, las jerarquías sociales se mantengan intactas, los privilegios se hereden y los acuerdos comerciales de antaño pesen más que la lógica de un evento que se supone une naciones.

El estadio, rebautizado con el nombre de algún patrocinador cuya marca pagó lo suficiente para borrar la historia, será el escenario perfecto para esta farsa moderna. Mientras la FIFA exige control total—probablemente para evitar que la plebe intente colarse en las zonas VIP con sus hot dogs clandestinos—la empresa propietaria pagará el rescate necesario para calmar a los dioses del fútbol. El monto, por supuesto, es un secreto bien guardado, como debe ser todo lo relacionado con las finanzas de la élite.

Los héroes de esta epopeya solo tendrán que hacer pequeñas concesiones, como tolerar el “Fan ID” y renunciar a introducir sus propios caviar y langosta, sacrificios que sin duda afianzan su estatus de mártires modernos. En un mundo donde todo cambia, es reconfortante saber que algunas cosas permanecen inmutables: el derecho divino de los ricos a tener los mejores asientos.

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