En el bucólico municipio de Ciénega de Flores, Nuevo León, la sagrada tradición del Nacimiento del Redentor fue conmemorada este año con una alegoría moderna y punzante: el sacrificio fraternal. La escena, digna de un auto sacramental escrito por un misántropo, se desarrolló en un templo al aire libre consagrado al consumo etílico y a la reconciliación fingida, también conocido como plaza pública.
Los feligreses, Antonio e Irving, protagonizaron un sermón navideño improvisado cuyo texto principal fueron once puntos de exclamación balísticos, disparados desde un instrumento de cacería reconvertido, para gran consternación, en herramienta de debate intrafamiliar. El tema de la discusión, tan profundo y revelador como suele ser en estos simposios domésticos, se perdió para la historia, eclipsado por el elocuente argumento final.
La autoridad, siempre atenta a preservar el orden en nuestro paraíso terrenal, acudió presta no a prevenir el desenlace —eso sería pedir peras al olmo— sino a ejercer su sagrado ministerio: la recogida de pruebas. Su botín: el artefacto homicida y once cápsulas de latón, relucientes como confeti metálico esparcido para celebrar la muerte. La pieza central de la escenografía, un sombrero vaquero abandonado a un costado del cuerpo exánime, completaba el cuadro: un símbolo de identidad local yaciendo junto al fruto podrido del idilio con la violencia.
La comunidad, conmocionada —¡oh, sorpresa!— por este acto de violencia doméstica en medio de los cantos al amor universal, se pregunta atónita cómo pudo suceder. Los profetas del Instituto de Criminalística estudian los casquillos con la devoción de astrólogos leyendo estrellas, buscando en su espiral la respuesta a un mal que, intuyen, no se resuelve con más peritajes sino con menos hipocresía social.
He aquí, pues, la fábula moral de nuestro tiempo: hermanos que se brindan con una mano y se disparan con la otra, bajo la tenue luz de los faroles navideños. Una lección sobre la paz y la buena voluntad hacia los hombres, impartida con la pedagogía brutal de la pólvora. La Nochebuena en Ciénega de Flores no celebra un nacimiento, sino ritualiza una muerte, demostrando que en el gran teatro del mundo, la tragedia es el género que mejor conocemos.












