En el próspero municipio de Guasave, un templo moderno de la crianza institucionalizada, bautizado con el entrañable nombre de “Mi Casita”, ha demostrado con brillantez pedagógica que los límites entre el alimento y el veneno son meramente burocráticos. Cuarenta pequeños discípulos de la vida en comunidad experimentaron, sin costo curricular adicional, un taller práctico sobre toxicología, luego de degustar un menú cuya procedencia las autoridades investigan con la premisa característica de un funeral de estado: lenta, solemne y garantizando que el protocolo prime sobre el sentido común.
Las hipótesis, como es tradición en estos ejercicios de adivinación gubernamental, oscilan entre la negligencia culposa y la negligencia heroica. El director de Protección Civil Municipal, título que evoca un ejército de cascos y sirenas, manifestó con la serenidad de un meteorólogo anunciando lluvia que “una de las versiones” apunta a un desliz en el manejo de los alimentos. Mientras, la Comisión Estatal de Protección de Riesgos Sanitarios, organismo cuyo nombre es más largo que su presupuesto, ha tomado las riendas de la inspección, seguramente armada con formularios en triplicado y una fe inquebrantable en el poder sanador de los sellos de goma.
Los progenitores, esos sujetos emocionales que insisten en conceptos arcaicos como “salud” y “seguridad”, tuvieron la osadía de señalar lo evidente: a los vástagos se les sirvió un banquete en estado de descomposición filosófica avanzada. El resultado fue una sinfonía de vómitos y mareos, un performance colectivo que obligó a convocar a los cuerpos de socorro, interrumpiendo probablemente su vital labor de atender otros fracasos sistémicos.
Siete de estos pequeños pioneros gastronómicos fueron trasladados al sagrado recinto del Instituto Mexicano del Seguro Social, donde yacen, según el parte oficial, en estado “estable”. “Estable”, en el léxico institucional, es un término elástico que cubre desde “perfectamente sano” hasta “no muerto en este preciso instante”. El resto de la clase, demostrando la resiliencia propia de quien ha nacido en el seno de un sistema que lo prueba a diario, se recuperó de las “molestias”, eufemismo encantador para una intoxicación masiva.
La perla retórica de este suceso la aportó, como no podía ser de otra manera, la autoridad. Se reveló, con un candor que roza lo sublime, que este incidente ocurrió “pese a las continuas visitas” que se realizan para evaluar condiciones y manejo de alimentos. He aquí la doctrina en su esplendor: la vigilancia constante no es un impedimento para el desastre, sino su compañera ritual. La guardería, se nos informa, es una entidad subrogada del IMSS, lo que explica la rapidez de la intervención: la institución madre acudió solícita a limpiar la metedura de pata de su vástago contractual, cerrando el círculo perfecto de la irresponsabilidad delegada.
Las investigaciones, por supuesto, continúan. Su objetivo, proclaman los comunicados con voz de ultratumba, es determinar responsabilidades y evitar que el history se repita. Es la misma promesa que se hace después de cada inundación, cada colapso estructural, cada tragedia evitable. Una fábula moderna donde la moraleja siempre se pospone, la culpa se diluye en comisiones, y los únicos que aprenden la lección, a las malas, son los que no tienen voto ni voz: cuarenta niños que pensaron que “Mi Casita” era un lugar seguro.














