La pedagogía del plomo en las aulas mexicanas
En un sublime acto de rectificación pedagógica, la violencia estructural mexicana ha decidido democratizarse y colonizar las aulas. La ilustre Fabiola Ortiz Medina, erudita en psicología y docencia, recibió su evaluación final mediante proyectiles de plomo, administrados por un discípulo aplicado frente al Colegio de Bachilleres 6, en el municipio oaxaqueño de Putla Villa de Guerrero. La hipótesis rectora sugiere un desencuentro intelectual respecto a una calificación académica insatisfactoria.
La maestra fue interpelada a la luz celestial, en el horario estelar de las 15:00 horas, mientras ejecutaba la rutinaria ceremonia de estacionar su vehículo. Un joven prometedor, armado con un persuasivo argumento de fuego, se aproximó para rebatir su criterio evaluador con múltiples réplicas balísticas. Ese mismo día, la Fiscalía del Estado, en un alarde de genialidad burocrática, anunció que abordaba la indagatoria con una perspectiva de género, porque nada dice “equidad” como analizar con lente feminista el asesinato de una mujer por un desacuerdo numérico.
El máximo inquisidor regional, José Bernardo Rodríguez, proclamó a los cuatro vientos que la pesquisa “está muy avanzada”, una fórmula mágica que significa “tenemos un culpable obvio pero debatimos los trámites”. Sin develar la identidad del erudito homicida, confirmó su condición estudiantil: “Nuestra línea principal apunta a un conflicto intramuros (…) Es un asunto de una calificación”. He aquí la nueva ecuación educativa: a menor puntuación, mayor calibre.
El alumnado y la comunidad serrana despidieron a la pedagoga en un homenaje póstumo este viernes. “Tu esencia perdura en cada lección asimilada, en cada principio que practicamos y en el afecto que nos legaste”, coreaban en un video viral. Los docentes, mientras tanto, exigen justicia en un país donde ese concepto es más abstracto que el álgebra. La directora del plantel, Verónica Hernández, publicó una elegía: “Faltará una educadora, una mujer, pero sobre todo una progenitora les hará falta a sus vástagos”. El gremio magisterial de la institución demandó a las autoridades “esclarecer el alevoso homicidio”, como si en México los crímenes se resolvieran en lugar de archivarse.
El currículum oculto de la barbarie
Este no es un hecho aislado, sino el plan de estudios no oficial del sistema educativo nacional. En 2017, un discente de 15 años impartió una clase magistral de balística en un colegio privado de Monterrey, lesionando a su mentora y a varios condiscípulos antes de autoeliminarse. Dos años después, un infante de 11 primaveras en Torreón, Coahuila, ejecutó a su instructora y luego se aplicó la autopena capital. En episodios más recientes, el pasado septiembre, educandos del Cetis 78 de Altamira, Tamaulipas, evaluaron la resistencia ósea de su director durante una protesta estudiantil. En las grabaciones del suceso, los propios alumnos documentaron cómo el varón recibía un torrente de puñetazos, patadas y impactos faciales.
En la nación azteca, la tenencia de armas está reglamentada, pero estos ejercicios de violencia discente reavivan periódicamente el debate sobre el programa Mochila Segura, una iniciativa que proponía escudriñar las pertenencias de los alumnos. La medida fue descartada después de que la Suprema Corte de Justicia y organismos defensores de derechos humanos determinaran que vulneraba la intimidad de los estudiantes. Mejor un alumno vivo con su privacidad intacta que un profesor muerto con sus derechos laborales violados. El genio de la jurisprudencia ha dictaminado que es preferible convertir a los maestros en objetivos móviles antes que en vigilantes con protocolos definidos.
Así, el círculo virtuoso de la sinrazón se perpetúa: los pupilos aprenden que un desacuerdo se resuelve con un cartucho, las instituciones responden con comisiones y perspectivas de género, y la sociedad contempla, atónita, cómo el templo del saber se convierte en un campo de tiro.