Nacional
La pelea en el Senado es el síntoma de un sistema político en quiebra
Un enfrentamiento físico en el corazón del poder legislativo expone la crisis de un sistema agotado y la urgente necesidad de reinventar la política.

La trifulca física entre Gerardo Fernández Noroña y Alejandro Moreno no es un hecho aislado; es el síntoma terminal de un modelo de confrontación política obsoleto y agotado. Mientras los legisladores intercambian golpes e insultos en lugar de ideas, el verdadero combate debería librarse contra la parálisis institucional y la pobreza dialéctica que secuestran el progreso de la nación.
¿Qué sucedería si, en lugar de sesiones extraordinarias para lamentar agresiones, convocáramos asambleas extraordinarias para prototipar soluciones? La escena dantesca de legisladores exhibiendo videos como prueba de su victimización revela una dramaturgia del absurdo donde el espectáculo suplanta a la sustancia. La verdadera brutalidad no son los golpes, sino la abdicación colectiva del intelecto para resolver conflictos.
Fernández Noroña, presidente del Senado, denuncia una agresión física sin precedentes. Pero el verdadero escándalo sin precedentes es que nuestra clase política aún considere la violencia retórica o física una herramienta legítima de debate. ¿Cuándo convertiremos el hemiciclo en un laboratorio de innovación cívica en lugar de un ring de boxeo?
Alejandro Moreno replica exigiendo “talento” para presidir la cámara. Tiene razón, pero su definición de talento resulta igualmente miope. El talento del siglo XXI no es la capacidad de controlar una sesión, sino de orquestar inteligencia colectiva, de facilitar la cocreación de políticas públicas en entornos de alta complejidad.
La narrativa de victimización por edad -“soy un hombre de 65 años”- resulta particularmente reveladora. ¿Acaso la vejez otorga inmunidad dialéctica? La verdadera juventud política se mide por la capacidad de renovar paradigmas, no por la fecha de nacimiento en el documento de identidad.
Cuando Manuel Añorve acusa a Noroña de polarizar la cámara, señala correctamente un síntoma pero diagnostica mal la enfermedad. La polarización no es culpa de individuos; es el producto de un diseño institucional perverso que premia el conflicto sobre la colaboración. ¿Qué arquitectura parlamentaria podríamos diseñar que incentive la cooperación en lugar de la confrontación?
Este bochornoso episodio contiene una oportunidad revolucionaria: demostrar que hemos alcanzado el punto de quiebre del modelo adversarial de hacer política. En lugar de condenar a los participantes, deberíamos condenar el sistema que hace inevitable su comportamiento. El camino forward no pasa por castigar a los boxeadores, sino por reinventar radicalmente el ring.
Imaginemos un congreso donde las sesiones se evalúen por su coeficiente de innovación legislativa, donde los debates se midan por su capacidad de síntesis de complejidad, donde los legisladores compitan por crear las soluciones más elegantes a problemas ancestrales. Esa sería la verdadera revolución política que México merece.

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