En un acto de altísima eficiencia telemática, la Máxima Mandataria presidió, desde la segura distancia de su palacio de cristal y micrófonos, la solemne entrega de pergaminos a las víctimas de la geología y la desidia. ¡He aquí las escrituras redentoras, el papel sanitario con el que se limpia la memoria de cuatro muertos y el terror de un cerro que se desvaneció sobre sus hogares! Un trámite burocrático, elevado a la categoría de epopeya nacional.
Una subalterna del régimen, cuya función parece ser la de archivista de las buenas intenciones, narró con emoción el épico periplo: el Profeta en Jefe Emérito había lanzado desde lo alto la sagrada consigna, y sus acólitos, moviéndose con la celeridad proverbial de un glaciar administrativo, lograron, tras un diálogo perpetuo y una espera sólo un “poquito” extensa, reubicar a los damnificados. El mérito, por supuesto, fue repartido con ecuanimidad entre la jefa de ayer y la jefa de hoy, en un ejemplo conmovedor de continuismo revolucionario.
Otro alto comisionado de lo obvio se apresuró a detallar, con la precisión de un notario, las dimensiones celestiales de las moradas: sesenta y cinco metros cuadrados de utopía con servicios incluidos. ¡Un palacio para quienes lo perdieron todo, excepto la paciencia!
La jefa de Gobierno en funciones, agarrando el testigo de la retórica, proclamó entonces el milagro de la materialización onírica. “¡Los gobiernos de la Gran Transformación cumplen!”, anunció, blandiendo los documentos como si fueran varitas mágicas. Y así, en un abracadabra notarial, el trauma colectivo se transfiguró en acto de fe administrativa. Las casas se cayeron, pero las promesas, al fin, obtuvieron su sello y firma. La montaña de problemas queda así oficialmente registrada y protocolizada. Qué alivio.













