El Gran Teatro de los Océanos: Una Oda a la Ineficacia Burocrática
En un acto de supremo sacrificio que seguramente requerirá erigir estatuas de bronce a los funcionarios implicados, la nación mexicana, junto a un puñado de otros valientes Estados, ha depositado solemnemente un pedazo de papel en la Organización de las Naciones Unidas. ¿El objeto de tan épica gesta? Nada menos que la ratificación del Tratado de Alta Mar, un acuerdo tan vinculante como un acuerdo de caballeros en un congreso de piratas.
Este monumental acuerdo internacional, fruto de dos décadas de enriquecedoras discusiones y cafés cargados, se promociona como el salvador de la vida marina en esas aguas que son de todos y, por tanto, de nadie. Es el equivalente diplomático a decidir, por fin, ponerle una cerradura a una puerta que no tiene paredes, techo, ni, en realidad, puerta.
La directora del Programa de Océanos de una respetable Asociación Latinoamericana ha salido, como manda el guion, a pregonar las bondades del tratado. Con la solemnidad de quien anuncia la llegada del mesías, nos recuerda que Latinoamérica posee una biodiversidad marina espectacular y que de los océanos depende nuestra seguridad alimentaria. Es conmovedor observar cómo la voz de la región se vuelve “indispensable” justo en el momento de firmar un documento que permite, de manera elegante, que todo siga exactamente igual.
El tratado, en su infinita sabiduría, promete crear áreas marinas protegidas y someter cualquier nueva actividad a evaluaciones de impacto ambiental. Una idea tan novedosa y revolucionaria que, sin duda, a los tiburones y al plancton les hará soltar lágrimas de alegría. Mientras tanto, las flotas pesqueras industriales probablemente estén revisando el calendario para ver cuánto tiempo tienen hasta 2026 para saquear a gusto.
Pero la joya de la corona, la pieza maestra de la sátira política involuntaria, la ha aportado el propio México. Con la precisión de un cirujano legislando sobre una herida abierta, nuestro país ha planteado una excepción genial. Básicamente, ha declarado: “Ratificamos, pero todo lo que ya se haya robado o estudiado antes de que esto entre en vigor para nosotros, pues eso queda en el limbo de la impunidad”. Es la versión oceánica de decir “acepto respetar la ley, pero solo a partir de mañana; lo de ayer y hoy no cuenta”.
Así pues, celebremos. Celebremos este triunfo de la palabraía sobre la acción, de la firma sobre el hecho. El Tratado de Alta Mar ya está en vigor, listo para proteger el océano con la firmeza de un guante de seda. Mientras las ballenas siguen nadando entre plásticos y los ecosistemas se colapsan, la humanidad puede dormir tranquila: hemos creado un acuerdo jurídicamente vinculante. ¿Que si servirá de algo? Esa, querido lector, es una pregunta terriblemente mundana para una tragedia tan elegantemente burocrática.