La fuerza de la tierra y la entereza humana
En mis años recorriendo comunidades afectadas por desastres naturales, he aprendido que la verdadera magnitud de una tragedia no se mide solo en casas destruidas, sino en la fractura del tejido social. Chapula, en la huasteca hidalguense, es un testimonio desgarrador de esto. De más de 200 almas, hoy solo resisten seis. El huracán Priscilla no solo desbordó el río que alguna vez rodeó este pueblo; sepultó un modo de vida bajo una capa de lodo y piedras de una fuerza que, como me contaron los pobladores con una mirada que he visto antes en otros sitios, “no se había visto en 100 años”.
Conozco a personas como Raúl Jiménez Montiel, de 50 años. Él es el guardián voluntario, el que cuida la entrada a lo que fue su comunidad en el municipio de Tianguistengo. Su labor no es solo vigilar; es mantener encendida una llama de esperanza. Mientras algunas familias regresan en peregrinajes dolorosos para rescatar lo irrescatable de entre el fango, Raúl y otros mantienen viva la tenue posibilidad de resucitar un pueblo que hoy yace incomunicado, sin energía eléctrica ni los servicios más básicos.
La logística de la supervivencia y los lazos irrompibles
La experiencia te enseña que la accesibilidad define la recuperación. Llegar a Chapula hoy es una proeza: a caballo o a pie por veredas montañosas, un trayecto extenuante de más de tres horas. Muchos, con el corazón quebrantado, optaron por no regresar. Pero luego está la historia de Zoralia Cruz Hernández, “Zury”, de 32 años. He visto que en medio de la catástrofe, siempre hay un objeto, un ser, que simboliza la razón para seguir adelante. Para Zury, son dos: una figura de San Judas Tadeo, su protector, y sus animales, en especial una cerda a punto de parir.
La cría de porcinos era su sustento, y ahora, ante la imposibilidad logística de evacuar a los animales, su resignación es práctica. “Anduve batallando con ella… Sí me duele”, confiesa, masajeando el vientre preñado del animal. Su relato sobre cómo casi pierde a “su Lupita” durante el temporal es el tipo de anécdota que revela la profundidad del vínculo entre el sustento y la vida misma. “Para mí ellos son parte de mí”, dice. Esa conexión visceral con la tierra y sus criaturas es una lección de resiliencia que no se encuentra en los manuales.
La respuesta institucional y la terquedad del corazón
En estos escenarios, la declaratoria oficial de “zona inhabitable” por el gobernador Julio Menchaca Salazar es, desde la perspectiva técnica, comprensible. “Ya no hay casas”, afirmó. Pero he aprendido que un decreto no puede borrar de un plumazo la historia, la identidad y el sudor invertido en un terreno. Los hermanos Alberto y Edith encarnan esta resistencia. Su criadero de mojarras fue arrasado, convertido en una presa de lodo. “Venimos a recoger lo poco de pescado que quedó”, explica Edith. Su lucha por reabrir su negocio no es solo por dinero; es un acto de fe para mantener viva la chispa de la comunidad.
Lo mismo impulsa a don Antonio Bautista Hernández, agricultor de 54 años. Las lluvias le arrebataron todo lo que construyó tras migrar y volver, su casa y sus tierras de cultivo. Y, sin embargo, está ahí. La queja constante que escucho en estos lugares es la falta de una notificación oficial clara. Personas como don Nabor Hernández Montiel, ganadero de 57 años que nos guió, se aferran a lo suyo con una determinación que desafía la lógica. Realiza hasta tres viajes diarios por un camino donde la bajada toma hora y media y el regreso, cargado de desesperanza y algunas pertenencias, más de tres horas desde Pemuxco.
La lección que Chapula deja es cruda: la reconstrucción física es una cosa, pero sanar el espíritu de una comunidad requiere mucho más que ladrillos y cemento. Requiere escuchar a los Raúl, las Zury y los don Nabores, porque son ellos, en su testaruda esperanza, los que verdaderamente saben lo que significa levantar un pueblo de la nada.














