La Santa Cruz y los albañiles una tradición con raíces históricas

En mis años cubriendo tradiciones populares, pocas celebraciones encapsulan tan bien la fusión entre lo sagrado y lo cotidiano como el Día de la Santa Cruz. Cada 3 de mayo, mientras las cruces adornadas brillan en los andamios, recuerdo aquella obra en Puebla donde los albañiles me explicaron con orgullo cómo esta práctica no es solo ritual, sino un símbolo de identidad.

La historia que aprendí de viejos maestros de obra va más allá del relato oficial: cuando la emperatriz Elena encontró la Vera Cruz en Jerusalén en el siglo IV, difícilmente imaginó que siglos después, en México, los constructores adoptarían este símbolo como emblema de protección. En mi experiencia, hay obras donde la cruz permanece décadas, testigo silencioso del sudor y la dedicación de generaciones de trabajadores.

Las redes sociales hoy reflejan lo que he visto en cientos de sitios de construcción: ese peculiar respeto mezclado con camaradería. Las frases que circulan no son meros formalismos – en cada “reconocemos su gran labor” late la memoria colectiva de quienes han visto cómo, ladrillo a ladrillo, se transforman ciudades enteras.

Como cronista, siempre me conmueve particularmente el homenaje a las mochilas de los albañiles. Esos sacos desgastados que fotografié tantas veces contienen más que herramientas: llevan historias de migración, de familias sostenidas, de sueños construidos literalmente con sus propias manos. Detrás de cada muro hay oficio acumulado, técnicas transmitidas de padres a hijos que ninguna escuela formal enseña.

Este día, más que una festividad, es un recordatorio de que la verdadera arquitectura de México no está solo en sus edificios emblemáticos, sino en el callo de las manos que los hicieron posibles. Como me dijo una vez un viejo albañil en Oaxaca mientras ajustaba una cruz de flores: “Aquí no levantamos paredes, levantamos hogares”.