La Toma del Palacio de Gobierno de Michoacán
Este domingo, la indignación colectiva traspasó los límites de la protesta pacífica. Una multitud, impulsada por el reciente y brutal asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, irrumpió en el simbólico Palacio de Gobierno de Morelia. Este acto no fue un simple disturbio; fue la materialización de una furia ciudadana acumulada por la creciente ola de violencia que azota a la entidad.
Las imágenes, capturadas por medios locales como “Quadratín Michoacán”, son elocuentes. Muebles oficiales volaron por los balcones hacia el vacío, mientras bombas molotov convertían oficinas gubernamentales en antorchas. Las paredes, antes impecables, se llenaron de pintas que gritaban lo que muchos callan: una demanda desesperada de justicia y seguridad. Las consignas “¡Asesinos!” y “¡Uruapan no está solo!” resonaban en los pasillos que normalmente transitan los funcionarios, creando una escena surrealista de caos institucional.
Pero, ¿qué lleva a ciudadanos comunes a tomar una sede de poder de esta manera? La investigación revela que el homicidio de Manzo no es un hecho aislado. Es la punta de un iceberg de una crisis de seguridad que se ha normalizado. Los testimonios de los manifestantes, algunos incluso sin cubrirse el rostro, hablan de una profunda desconfianza en las autoridades. “Así deberían ponerse con los narcos”, coreaban ante la llegada de los antimotines, una acusación directa que cuestiona la efectividad y las prioridades del Estado.
La respuesta de las fuerzas policiales, documentada en videos, fue contundente: gas lacrimógeno y balas de goma para dispersar a la turba. Sin embargo, la pregunta crucial permanece: ¿Se está combatiendo el síntoma o la enfermedad? La rápida movilización para contener la protesta contrasta con la percepción pública de lentitud para enfrentar a los grupos criminales que operan con impunidad.
Al conectar los puntos, surge una narrativa más compleja. La toma del Palacio no fue un acto de vandalismo sin sentido, sino un grito de auxilio extremo, una performance política de desesperación. Revela una fractura profunda entre el gobierno y los gobernados, donde las instituciones han perdido credibilidad. La conclusión es ineludible: mientras no se ataquen las causas estructurales de la violencia y se brinde justicia real, la paz en Michoacán seguirá siendo un espejismo lejano, y las sedes del poder, símbolos de un sistema bajo asedio.
				
															
								
															















