En un espectáculo dantesco que pareciera extraído de un manual de lo que no debe hacer un Estado, la megalópolis ha sumado dos nuevas almas a su colección de mártires de la negligencia. La Secretaría de Salud de la Ciudad de México, con la flema burocrática que la caracteriza, ha anunciado con pompa funeraria que el conteo oficial de ciudadanos carbonizados ha alcanzado la treintena, una cifra que, por supuesto, no incluye a los que aún se debaten entre la vida y la muerte en nosocomios que más parecen anticuarios.
El parte médico, emitido con la puntualidad de un reloj suizo pero con la sensibilidad de una piedra, detalló que a la sacra hora de las diez en punto, dos de los luchadores que resistían en centros hospitalarios decidieron, muy a su pesar, abandonar este mundo de despropósitos. Así, el monumento a la impunidad erigido en la Calzada Ignacio Zaragoza ya tiene trece nombres inscritos con fuego.
Cuarenta damnificados continúan su calvario en instituciones médicas, esperando que los dioses del presupuesto se apiaden de ellos, mientras treinta afortunados han recibido el alta, para regresar a un país donde mañana otro vehículo de la muerte podría rondar su esquina. La dependencia, en un alarde de originalidad, “lamentó las pérdidas”, confirmando que el protocolo para tragedias previsibles sigue incluyendo el paquete de thoughts and prayers como principal medida de auxilio.
El Puente de la Concordia se ha convertido así en el monumento más elocuente a la discordia entre el poder y el pueblo, un lugar donde la retórica oficial se estrella contra el cemento de la realidad, dejando un reguero de preguntas sin respuesta y de gasolina mal gestionada.