El espectáculo burocrático-criminal en el feudo de los aguacates
En el pintoresco reino de Michoacán, donde los cárteles cultivan limones y funcionarios siembran intrigas, ha tenido lugar una de esas farsas tragicómicas que tanto deleitan a los cronistas de nuestro tiempo. Siete ilustres servidores públicos —antes dedicados a la noble tarea de administrar la cosa pública— han sido convenientemente trasladados a una residencia estatal de máxima seguridad, acusados de participar en el magnicidio de su propio alcalde.
La Fiscalía del estado —esa institución que siempre actúa con precisión quirúrgica— emitió un comunicado tan escueto como las explicaciones que ofrece sobre la desaparición de normalidad en la región. Los detenidos, que hasta ayer compartían café y confidencias con el difunto edil, fueron escoltados por un impresionante despliegue castrense que hubiera sido más útil si se hubiera desplegado antes del asesinato.
El guion de esta tragicomedia incluye a un personaje de nombre tan paradójico como “El Licenciado” —porque nada dice más “profesionalismo” que un criminal con título académico—, quien según las autoridades forma parte de una organización de emprendedores locales dedicada al comercio irregular de sustancias y alacranes. Esta iniciativa privada, conocida como Cártel Jalisco Nueva Generación, parece tener más influencia en la administración local que los propios partidos políticos.
Lo más hilarante de esta siniestra comedia es que el móvil del crimen permanece tan misterioso como los presupuestos municipales. Un alcalde independiente —esa rara avis en el ecosistema político mexicano— recibe siete proyectiles durante las festividades del Día de Muertos, mientras la ciudad celebraba la tradición de honrar a los difuntos con anticipada ofrenda.
El joven sicario —un adolescente que debería estar preocupándose por sus calificaciones escolares— fue convenientemente silenciado en el lugar de los hechos, siguiendo el manual de “resolución eficiente de testigos”. Su compañero, el señor Fernando Josué, apareció posteriormente en una cuneta, completando así el tríptico de desapariciones convenientes.
Mientras tanto, en la plaza donde ocurrió el magnicidio, las velas y flores de cempasúchil se marchitan junto a las promesas de justicia. Los carteles manuscritos claman “Que La Paz no nos cueste la vida”, sin percatarse de que en Michoacán la paz se cotiza en el mercado negro a precio de bala.
La respuesta gubernamental no se hizo esperar: el “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia” —nombre que evoca esos programas que se anuncian con bombo y platillo y se desvanecen como el humo— promete desplegar diez mil elementos federales en un territorio donde la ley parece haber firmado un armisticio con la ilegalidad.
La viuda del alcalde, ahora investida como nueva autoridad municipal, contemplaba entre lágrimas cómo sus antiguos colegas eran conducidos a las camionetas oficiales. Uno casi podría imaginar el drama shakespeariano: traición, ambición y esa delgada línea que separa a los servidores públicos de los servidores de intereses particulares.
En este gran teatro del absurdo que es la política mexicana, donde los cárteles tienen más continuidad que los gobiernos y donde los funcionarios bailan al son que les tocan —generalmente con metralletas—, la ciudadanía se queda con el consuelo de que, al menos por unos días, la ficción supera a la realidad en entretenimiento macabro.








