Los vientos de la Mixteca soplan promesas oficiales al olvido

El Gran Soplido de la Razón de Estado

En un acto de insubordinación climática sin precedentes, los ventarrones desalmados que azotan la región Mixteca de Oaxaca han tenido la desfachatez de ignorar por completo los protocolos de la Coordinación Estatal de Protección Civil y Gestión de Riesgos. Mientras dicha institución pronosticaba meticulosos descensos de temperatura y sensaciones térmicas, el viento, en un alarde de anarquía meteorológica, se dedicó a arrancar techos, derribar postes eléctricos y dejar pueblos incomunicados, como si fuera un bárbaro que no ha leído los comunicados oficiales.

Las autoridades municipales, en un ejercicio de realismo mágico administrativo, han decretado la suspensión de clases. Una medida tan profunda como inútil, pues ¿de qué sirve que los niños no vayan a la escuela si los caminos para llegar a ella están bloqueados por la dendrocracia rebelde de los árboles caídos? Es el equivalente pedagógico a poner una curita en una hemorragia arterial, una solución que brilla por su impecable lógica burocrática.

“El año pasado fue el huracán John, este año el ventarrón anónimo“, reflexiona un vecino, encapsulando en una frase la filosofía existencial del mexicano marginado: siempre a la merced de un fenómeno natural con nombre extranjero o, en su defecto, de uno local que ni siquiera se digna a presentarse. La naturaleza, nos dicen, es cada vez más impredecible. Lo que no añaden es que la previsión estatal sigue siendo tan predeciblemente ausente como siempre.

El secretario municipal, en un arrebato de precisión geográfica digna de un cartógrafo del siglo XVIII, enumera los pueblos afectados: San Isidro Paz y Progreso (nombres que suenan a cruel ironía), La Soledad Caballo Rucio (que bien podría ser el título de una novela sobre el aislamiento rural), y otros tantos que el viento ha democratizado en la desgracia. Porque cuando sopla la adversidad, no hay agencia municipal, por remota que sea, que se libre de recibir su ración de caos.

Las recomendaciones de Protección Civil constituyen un decálogo de perogrulladas elevadas a la categoría de sabiduría oficial: “evitar permanecer cerca de árboles, cables o estructuras que puedan caer”. ¿Acaso sugieren que la ciudadanía debería refugiarse bajo los postes de luz caídos como si fueran sombrillas? “Proteger a niños, personas mayores y animales domésticos”. Una revelación comparable a descubrir que el agua moja.

Mientras tanto, la masa de aire frío de origen ártico avanza impertérrita, sin solicitar permiso a las instancias correspondientes, desatando no sólo oleaje elevado y mar picado en el Golfo de Tehuantepec, sino también la pregunta incómoda: ¿de qué sirve gestionar riesgos cuando la gestión misma es el riesgo mayor?

Así, entre cultivos de cafetos y platanales devastados, entre techos que vuelan hacia el olvido y promesas oficiales que se las lleva el viento, los pueblos de la Mixteca enfrentan una vez más la verdad elemental: frente a la fuerza bruta de la naturaleza, la frágil arquitectura de la protección estatal suele ser la primera en colapsar.

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