En las sombras de los pasillos diplomáticos de la Organización de los Estados Americanos (OEA), una batalla silenciosa por el significado y la vigencia de un derecho humanitario centenario ha llegado a un punto crítico. La solicitud de Perú para convocar una sesión extraordinaria del Consejo Permanente, con el objetivo de discutir el refugio otorgado a la exprimera ministra Betssy Chávez, no es un mero trámite protocolario. Es, según la narrativa que México construye con firmeza, un intento de torcer el brazo de la ley internacional y reescribir las reglas del juego cuando éstas no favorecen a un gobierno en turno.
¿Qué se esconde detrás de esta convocatoria urgente? ¿Es realmente la búsqueda de una solución a un “caso concreto”, como lo planteó la delegación peruana, o es el primer movimiento para desmantelar un pilar de protección humanitaria que ha salvaguardado a perseguidos políticos por décadas? La embajadora mexicana ante la OEA, Luz Elena Baños, lanzó esta pregunta incisiva durante la tensa reunión, insinuando que el verdadero objetivo podría ser someter la dignidad humana a un escrutinio político inadmisible.
Al revisar minuciosamente las actas y declaraciones, el argumento de México se erige sobre una base inquebrantable: la Convención sobre Asilo Diplomático de 1954, conocida como la Convención de Caracas. Baños, con la meticulosidad de quien conoce cada línea del tratado, rechazó cualquier intento de reinterpretación unilateral. Su postura es clara: la OEA no es el tribunal competente para juzgar la aplicación del asilo en situaciones individuales. Alterar este principio, advirtió con tono grave, no solo debilitaría la institución del asilo, sino que erosionaría la certeza jurídica de todo el sistema interamericano, abriendo la puerta a un peligroso “derecho a la carta” según conveniencias políticas.
Pero la investigación revela capas más profundas. El canciller Juan Ramón de la Fuente ha reforzado esta línea, conectando la acción exterior con un mandato constitucional interno: el artículo 11 que consagra el derecho a buscar y recibir asilo. Esta no es, por tanto, una postura coyuntural, sino un principio estructural de la identidad diplomática mexicana. La pregunta que flota en el ambiente es si otras naciones están dispuestas a sacrificar este bastión humanitario en el altar de la realpolitik.
Los testimonios documentales son contundentes. México no solo se atrinchera en la defensa, sino que lleva la ofensiva al campo legal, desafiando a sus contrapartes a un debate “con los mejores argumentos diplomáticos y jurídicos” y solo dentro del marco estricto de los tratados vigentes. Este posicionamiento revela una estrategia calculada: transformar una crítica a una decisión específica en una defensa global del orden jurídico internacional.
Al conectar los puntos, la conclusión es reveladora. Lo que se presenta como un desacuerdo bilateral sobre un caso particular es, en realidad, una lucha por el alma del derecho internacional en las Américas. La postura mexicana, lejos de ser aislada, defiende un principio que protege a cualquier individuo frente a la arbitrariedad estatal. La advertencia final de Baños resuena como un eco de alerta: el incumplimiento de estas normas no es una falta administrativa, sino una puerta abierta a violaciones graves de los derechos humanos. Al final, esta confrontación en la OEA no define solo el destino de una exfuncionaria, sino la solidez de los escudos legales que protegen a los más vulnerables del continente.















